martes, 12 de julio de 2016

Operación Linda.

El sábado que viene, se casa el mejor amigo de toda la vida de Pablo.

Su amigo Manu, es el prototipo de chico que toda madre querría tener de suegro y toda amiga lo querría como novio.
Es listo, alegre, buena persona, guapo, montañero… ¡¡¡Un partidazo!!! El chico que dejó su brillante trayectoria como caminero para hacer una Beca de la Caixa en NYC de Cooperación y Desarrollo y ahora trabaja en asuntos de cooperación con el Banco de Desarrollo Panamericano y está feliz en Haití planificando desarrollos varios.

El caso es que para Pablo, la boda de Manu, es una boda muy especial. Su amigo de pupitre se casa con su novia de toda la vida y sobre todo, porque fue Pablo quien hace más de  15 años, le presentó a Elena (una chica de su urba de Alpedrete) quien que será la novia el día 23.

Pablo cuenta los días en el calendario para que llegue este finde y hasta se ha comprado una camisa de señor (de gemelos) para la ocasión y aprovechando que el Pisuerga pasa por ValladoLuis, pues yo no iba a ser menos y me he diseñado una camisa que me  han hecho a medida.

Suena todo muy pijo, pero os prometo que he ahorrado mucho dinero con mi nuevo descubrimiento Colombiano.

El año pasado, cuando volaba de vuelta a casa y porque siempre siempre siempre , como me enseñó mi tía Chilis que pidió por una leve artritis en una mano que le pusieran en primera y lo consiguió, intento que me suban una butaca más ancha y cómoda,  desde que llego al mostrador de facturación ,hasta que me pongo el cinturón de seguridad en el avión. Así que  me puse a hablar con las azafatas de Iberia por si había suerte.
Es verdad que todas son unas rancias, pero la que me tocó esa tarde era bastante maja.

Hablamos de la lluvia, de sus horarios, de si había hueco en bussines y de lo que hacían ellas en las 24horas entre vuelo y vuelo de Iberia. La azafata,  me contó que todas ellas traían muchísima ropa para arreglar en diferentes modistas porque en Bogotá era baratísimo y sabían hacerlo muy bien. Así que me quedé con la retahíla y este año, mientras hablaba con Diana en un atasco en medio del paro agrario de Pasto sobre los modelitos del aluvión de bodas que hay a mi alrededor, me dijo que ella había oído que había muchas costureras baratas que podían ayudarme aunque ella no sabía de ninguna buena.

¿Qué haces en Bogotá si tienes una necesidad de algo extraño y no sabes cómo operar?
Acudir al whatsapp, más concretamente al grupo de “Parche”

Parche, en colombiano, significa pandilla. El Parche es la pandilla y el parce o parcero el amigo en cuestión. Cuando uno está desparchao es que no tiene nadie con quien salir y cuando emparcheas quiere decir que juntas varios parches y funciona.

El grupo de Parche está compuesto por cuarenta y tres miembros, de los que solo conoceré a la mitad y que cumplen dos condiciones básicas: o bien son españoles o bien colombianos que trabajan en cámaras de comercio o cooperación de España.

En Parche se pregunta de todo, se discute cualquier cosa y se conoce a todo el mundo. Unos entran, otros salen, otros aunque se vayan siguen ahí por nostalgia, pero lo que está claro es que las dudas trascendentales se resuelven ahí.  

En Parche se respeta muchísimo la colombianeidad, los colobianismos y las colombianadas. Mucho más que en una conversación informal con una cerveza. Se cuentan gangas, problemas de visados, de gestión del voto en el expatriado y cotilleos generales, nada minucioso, únicamente consulta y solución.

Pero esta vez, dado que era una pregunta bastante de chicas, decidí acudir a “Sex in Bogotá” ( Como Sex in the city, y seguido de emoticonos con pintauñas, masaje y copita de vino) que es el grupo de chicas icex de éste año que nos han incluido a algunas más de toda la vida, para poder ayudarnos las unas a las otras. En éste grupo se habla de tampax, libros, tiendas y otras cosas sin ningún tipo de problema.

En cuanto pregunté si alguien sabía de una modista baratita Lucía me respondió inmediatamente contándome de “G. Arr” que le había hecho un vestido a una vasca hacía un año para la boda de su hermana y le pareció bastante bueno.

Así que con la misma, escribí un whatsapp a G. para quedar con él y contarle mi idea de camisa.

Ese mismo sábado me planté en el taller de G. a las nueve de la mañana para empezar la operación “linda”.

G. tendrá unos cuarenta y tantos, tiene cara de duende con nariz roja y orejas algo puntiagudas y es calvo.

Pero tras esta línea descriptiva, que puede ser hasta cruel, me gustaría describiros al artista de G. como solo él lo haría, de manera sublime;

G., lleva más de 15 años en Bogotá, se siente rolo (bogotano en jerga colombiana) de adopción pero él es paisa y no para de decirlo cuando tiene ocasión.

Llegó a la moda por casualidad, de chico solo quería salir de su pequeño pueblo antioqueño y  tenía una única puerta abierta, un tío que vivía en Bogotá que se dedicaba al patronaje industrial junto con sus dos hijos.

A G., su pueblo se le quedaba pequeño, él quería crecer, soñar y ser libre como sus primos, así que un buen día cogió su maleta y se plantó en casa de su tío al norte de Bogotá.

Quería ser artista, o algo que no fuera siempre hacer lo mismo e implicara no crear.
Tonteó con algún que otro trabajo para poder salir adelante, pero finalmente, decidió ayudar a su tío que estaba falto de plata y personal y a él le daba apuro estar en su sofá durmiendo y no colaborar con su negocio, un negocio de su familia.

Al principio le tocó planchado, (uy fatal! Dice recordándolo)  pero cuando descubrió el corte… ahí vio la luz…Las tijeras le guiaban el camino, era maravilloso…. así que empezó a coser y cortar para la empresa de su tío y cuando consiguió algo de dinero se lo montó por su cuenta.

Pero no como su tío que trabajaba para marcas grandes siempre haciendo lo mismo, para nada. Nunca le haría competencia a su familia, eso un paisa no lo puede hacer.

G. eligió un camino diferente creando y creando. A los pocos años consiguió comprar una máquina industrial. Cuando G. habla de la máquina en cuestión cierra los ojos y se muerde el labio inferior como quien disfruta pensando en cada puntada que esa joya debía coser.

Pero la cosa no funcionó y se arruinó. Perdió todo, todos sus ahorros, su dignidad y durante unos meses sus ganas de dar puntadas, pero la máquina, no la vendió.

En la vida de un paisa, hay que emprender más de una vez, así que hizo de tripas corazón y volvió a cortar para una fábrica durante unos meses, trabajó tantas horas que había días que no veía el sol, algo agotador… hasta que de nuevo volvió a tener ahorros y empezó a trabajar menos y compaginarlo con confecciones para mujer por encargo con su máquina industrial… Poco a poco y gracias al “voz a voz” , está donde está ahora, en su pequeño taller, con cuatro señoras que cosen para él, jubiló la máquina por otra mejor pero de calidad industrial.(Porque como repite continuamente, la puntada no es la misma) .

Él únicamente crea, corta, sueña y con dulzura y mucha mano izquierda viste a señoras de todo Bogotá.

G., como os podéis imaginar, tiene más pluma que la almohada de Calimero, algo que facilita las cosas a la hora de tratarle de tu a tu en un país tan machista cuando te están midiendo el pecho o el trasero.

Cuando le conté que era de familia de aguja e hilo, que mi abuela cosía desde siempre,  que iba muchas tardes a aprender a su casa, que de pequeña también nos tomaba medidas y nos hacía vestidos de volantes y muchos lazos, que había heredado esa pasión por las telas y que de las cosas  que más echaba de menos de mi casa de Madrid era mi máquina Singer, Gustavo me hizo de su equipo, empezó a llamarme “Linda” y juntos, con su maniquí de plástico viejo y nuestras fotos inspiradoras de Instagram y bolígrafo en mano, diseñamos una camisa maravillosa en menos de media hora.

Fuimos esa misma mañana en su twingo negro a la tienda de telas del barrio, en la que G.(cliente aventajado) entró cual diva de la canción besando a todas las dependientas y explicándoles que tenía un encargo internacional. Elegimos la tela y  que en dos semanas tuve que irme a probar la camisa aun hilvanada para retocar.

Cuando llegué a la prueba de la camisa, G. que se acordaba de que no me gustaba el café, me tenía preparado un té (los colombianos no tienen ni puta idea de té y lo preparan fatal dejando la bolsita dentro durante horas y amargándolo sin piedad), me salió a recibir a la puerta dando saltitos y  dándome un abrazo solo me dijo “No sabes lo que he disfrutado con tu prenda”.

Al llegar a su taller de dos metros por tres, en su maniquí amarillento, con una especie de turbante con una tela de colores (que como él mismo me anunció que,  le daba el estilo de los sombreros elegantes de las españolas en los matrimonios) estaba la camisa que habíamos pensado ambos para mi modelito de boda de consorte importante.

Totalmente como la habíamos pensado pero con falta de algún retoque…

Nos despedimos felices con un abrazo y el sábado por la tarde, me envió un whatsapp para decirle “Linda, la tienes ya, recheeeeevere”.

El lunes, a la hora de la comida pude escaparme a por ella, G. estaba en la puerta esperándome apoyado en el marco de la misma sonriente y expectante. Sabía que tenía prisa, así que entramos a su taller rápidamente y ésta vez sin turbante ni nada, la maniquí chuchurría de plástico vestía la camisa que habíamos imaginado tres semanas antes un sábado a primera hora.

Era perfecta.

Me la probé y cuando salí a enseñársela mientras G. aplaudía nervioso y emocionado me dijo “Qué pena que sea blanca porque si no te abrazaba. ¡Lo hemos conseguido!”.
Supongo que se lo hará a todas, pero sentirte partícipe de algo que te queda guay y que es muy parecido a lo que tú querías es un súper subidón único.

¿El precio? (os preguntaréis) 80.000 pesos (24€), la experiencia (de 10),  ir de la mano de mi Pablo con su camisa nueva y sus gemelos mientras es feliz,  con una camisa chachi hecha por G. ¡No tiene precio!.


martes, 5 de julio de 2016

Atasco gástrico

Éste fin de semana, ha vuelto a ser puente. Como veis en Colombia hay más puentes que en ningún otro país del mundo… así que en vez del lunes noche, os escribo hoy.

El puente de San Pedro, que ha sido éste,  es el que más Reinados (de Misses), fiestas regionales y convenciones hay en todo el año en Colombia.

Se junta con la extra de medio año (que es obligatoria por Ley en Colombia) y con principio de mes recién cobradito, así que no hay colombiano que se quede en casa. 
Al Colombiano le quema el dinero en el bolsillo y sale a gastárselo y disfrutarlo tan pronto como le llega no vayan a robárselo por el camino.

Mi grupete de amigos y yo no íbamos a ser menos, así que buscamos destino y fuimos a Bucaramanga (capital de Santander) y de ahí alquilamos un coche para viajar por el sur del Departamento para contemplar cascadas, cañones y naturaleza en estado puro.

¿En qué se traduce que todos los colombianos salgan de sus casas?
En que Colombia entera  se pone al volante y se instala en las carreteras formando unos atascos monumentales dignos de sacar la tienda y acampar hasta que avance la fila de coches.

Hasta ayer, pensábamos que solamente era Bogotá, pero tengo que contaros, que ayer hicimos noventa y ocho kilómetros en seis horas y media por el Departamento de Santander.

Con el objetivo de llegar con tres horas antes al aeropuerto, devolver el coche alquilado, habiendo echado gasolina, cenado y habiéndonos cambiado antes de subir rumbo a Bogotá, decidimos salir con “bastante” tiempo del pueblecito donde nos hospedamos la última noche del puente (San Gil) e ir despacito rumbo Bucaramanga.

A las 13.30 nos metimos en un bar nuevo, que acababan de inaugurar ocho días antes, comimos un sándwich bastante baratito y nos metimos en el coche a eso de las dos de la tarde para poder llegar a las seis como muy tarde. Nuestro vuelo a Bogotá  salía a las nueve y cuarto de la noche, íbamos sobrados.

Los primeros 30 kilómetros fueron rapiditos, paramos sólo un poquito en un peaje en el que gracias a la gran oferta de puestos ambulantes habituales,  nos compramos unas bolsitas de hormigas culonas para llevar a los Sebastián (Que siempre piden que en vez de regales les lleves comida), unas botellas de agua…

Pero cuando llevábamos una hora de camino, sin saber cómo, la cosa se fue volviendo más concurrida… Adelantamos un par de camiones, nos jugamos la vida mientras tres coches nos pasaron a la vez cuando venía un autobús de frente, subimos cuestas en segunda e hicimos fotos a las cabras que nos miraron en una curva atentas desde el arcén…

La tarde se nos iba echando encima, y la comida, que había sido ligera y rápida en el nuevo bar de la carrera 14 de San Gil, no se por qué me empezó a hacer un poco de “centrifugadora” en mi tripa. No le di importancia… las curvas, el calor, los mosquitos y sobre todo no tener nada de música, me hacía pensar en que podía marearme, así que pasé bastante del revoltijo estomacal…

A los 50 kilómetros, mientras anochecía en el Cañón de Chilamocha el tráfico se volvió tan denso que no pasábamos de los 20 por hora en ningún momento y era imposible adelantar…

En lo alto del puerto , el tráfico fluido empezó a hacer paradas intermitentes que se alternaban con sonidos en mi tripa que anunciaban que algo no estaba bien.

Comenzamos a bajar los diez kilómetros de gran pendiente del puerto de Chilamocha y la noche se nos echó encima… desde arriba, las filas de luces rojas de los frenos de los coches que marchábamos en orden hacia Bucaramanga se veían haciendo zigzag delante de nosotros prendiéndose entre las montañas… 

Fue en ese momento, contemplando esa hilera roja, cuando, siguiendo la tradición que mi hermana instauró allá en los años ochenta en un viaje Galicia- Madrid el la furgoneta de mis abuelos, comuniqué mi estado gástrico.
 “Chavales, me hago caca” dije de una manera natural, sin darme cuenta que no todo el mundo entiende que tenga que comunicarlo…

Mis amigos se empezaron a reír de mi frase, y con el cachondeo comenzamos a hablar de cosas escatológicas, cada cual más divertida y asquerosa... Más o menos, duante un rato, se me empezó a olvidar que tenía que ir al baño.

Los siguientes ocho kilómetros los recorrimos en treinta y cinco minutos. Desde nuestro coche, podíamos escuchar la música de los vehículos de delante y detrás que aburridos y afortunados porque, al contrario que nosotros, tenían radios que funcionaban, habían decidido amenizar la espera al ritmo de sus múltiples melodías latinas.

A las seis y media, empecé a tener ganas de hacer caca de verdad y mi estómago centrifugador iba comenzando a manifestarse en pequeños pinchazos de “o salimos todos o la liamos”…

A las siete menos cuarto, habiendo avanzado unos dos kilómetros desde los primeros pinchazos, comencé a estudiar la situación para optar por lo menos apetecible en circunstancias normales: Hacer caca en la cuneta.

Miré a mi alrededor, las risas de las adolescentes del coche de atrás que tenía ventana en el techo y bailaban a lo “Barbie girl” no me desconcentraron en mi estudio de la situación.  Lo más importante de todo en ese momento, era que tenía un paquete de Kleenex que Laura había comprado antes de salir porque tenía catarro y no le vendieron la unidad sino el pack de 10 paquetes.

En medio del silencio dentro de nuestro coche, fruto aburrimiento de la noche Santanderana atascada , se me escapó el primer pedete.

Afortunadamente fue silencioso , pensé, segundos después me di cuenta… era muy mal oliente…

Ante la pestilencia tuve que delatarme, ya que Leire (aunque estaba retocando fotos muy concentrada en su teléfono) estaba sentada a mi lado, y era evidente que si no lo decía iba a ser peor.

“Oye chicos, que se me ha escapado un pedete, lo siento”.  Los tres que iban en el coche empezaron a partirse de risa, pero cuando Laura se giró a mirarme se dio cuenta de que realmente empezaba a estar en un aprieto ya que tras el pedete vinieron unas horribles ganas de tener que ir al baño con urgencia y con ellas, el sudor frío… Debí parecer que estaba fatal que la pobre Laura agobiada comenzó a tener más en cuenta, la situación por la que estaba pasando yo.

A los diez minutos, con la cabeza asomada por mi ventanilla, lo único que buscaba era un montículo, un matojo o algo donde poder hacer caca sin que nadie me viera mientras el coche avanzaba sin mi.

A las siete y media, agobiados de estar a treinta kilómetros del destino avanzando dos metros al minuto, tras haber analizado cada centímetro de arcén durante los cinco últimos kilómetros, vi una lona negra que hacía las veces de separación entre dos parcelas y con firmeza y determinación anuncié que me bajaba, que no aguantaba más.

Agarré con fuerza el paquete de kleenex, cogí el móvil (por si acaso) y me bajé corriendo hacia la parte de detrás de la lona negra.

Me dieron igual las niñas de detrás, el coche viejo de delante y si al otro lado de la lona había algún bicho peligroso que me mordiera el culete o me contagiara de Zika para siempre.

Salí corriendo hacia la penumbra, salté unas ramitas, volteé la lona y sin pensarlo ni una vez, me bajé los pantalones y me puse de cuclillas posición no retorno.

Ni un segundo había pasado cuando de repente una niña de las del coche de detrás gritó con tono pijo colombiano, ¡Miraaaar! Se le ve la colaaaa!! (aquí al culo le llaman cola, que al parecer suena más fino, aunque a mi me parece feísimo) y todas sus amigas empezaron a reírse a carcajadas.

Me di cuenta gracias a ellas, que la lona negra, no llegaba hasta el suelo sino que dejaba unos cuarenta centímetros entre el final de la misma y el suelo, justos para que si una se agachaba mucho… Se le veía todo el culete iluminado por los faros de los coches que aguardaban avanzar.

Pero a esas alturas de la película no podía dar marcha atrás, así que con dignidad y a medias, terminé la faena algo más erguida de lo habitual.

Entre nervios, preocupación (e higiene máxima) me di cuenta que los coches comenzaban a avanzar. Los que estaban parados arrancaron y las luces que se veían tras la lona plástica negra empezaron a moverse.

Me subí los pantalones rápido, pegué un brinco para no pisar nada y salí corriendo atasco arriba.

Pasé el coche de las niñas pijas, dándoles el placer de ponerle cara al culete que se asomó y llegué al coche que Jorge, que iba conduciendo, había orillado con los warning para esperarme y no dejarme en medio de la nada.

Me subí rápidamente y arrancamos unos metros más (no demasiados).

No había hecho todo lo que mi estómago necesitaba, así que me recosté en el asiento durante media hora más notando como poco a poco, la velocidad del coche iba en aumento y mis sudores y retortijones también.

Cuando quedaban  treinta minutos para que saliera nuestro vuelo, llegamos al área del aeropuerto donde nos esperaba el hombre del alquiler de coches.

A Jorge no le dio tiempo ni a parar el coche, yo solo recuerdo que cogí mi mochila y fui disparada al baño de señoras del Aeropuerto Palonegro de Bucaramanga.

Me dio igual el tiempo que faltaba para la salida del avión, tenía el pasaporte, el teléfono, la tarjeta de crédito y lo más importante los kleenex en mi poder, así que por mi, que el avión se fuera sin mi, que yo tenía que perder cinco minutos mínimo ahí sentada.

A los tres minutos volví en mi, era mejor levantarse y acudir a la puerta de embarque, estar mala en casa era mejor que en un aeropuerto en medio de la nada.

Los chicos estaban esperándome en la puerta del baño, me trajeron un agüita, embarcamos y salimos del mayor “Atasco” estomacal de mi vida.

Hacer caca en un avión es bastante curioso, siempre pienso a dónde irá… Ayer no pensé en eso… solamente en llegar.

Hoy Laura se ha despertado fatal y ahora por la tarde, Leire me ha contado que ha estado cinco veces en el baño. Yo evoluciono favorablemente, pero la moraleja de todo esto es que a veces los restaurantes de comida rápida recién abiertos y baratos… no merecen la pena antes de un viaje de puente.



PD: La otra moraleja es no coger un coche en un lunes de retorno de puente, pero eso es lo de menos.

PD2: Sorry estoy muy cansada, supongo que habrá muchos errores gramaticales. Ha sido día largo.