Éste fin de semana, ha vuelto a ser puente. Como veis en
Colombia hay más puentes que en ningún otro país del mundo… así que en vez del
lunes noche, os escribo hoy.
El puente de San Pedro, que ha sido éste, es el que más Reinados (de Misses), fiestas
regionales y convenciones hay en todo el año en Colombia.
Se junta con la extra de medio año (que es obligatoria por
Ley en Colombia) y con principio de mes recién cobradito, así que no hay
colombiano que se quede en casa.
Al Colombiano le quema el dinero en el bolsillo y sale a
gastárselo y disfrutarlo tan pronto como le llega no vayan a robárselo por el
camino.
Mi grupete de amigos y yo no íbamos a ser menos, así que
buscamos destino y fuimos a Bucaramanga (capital de Santander) y de ahí
alquilamos un coche para viajar por el sur del Departamento para contemplar
cascadas, cañones y naturaleza en estado puro.
¿En qué se traduce que todos los colombianos salgan de sus
casas?
En que Colombia entera
se pone al volante y se instala en las carreteras formando unos atascos
monumentales dignos de sacar la tienda y acampar hasta que avance la fila de
coches.
Hasta ayer, pensábamos que solamente era Bogotá, pero tengo
que contaros, que ayer hicimos noventa y ocho kilómetros en seis horas y media
por el Departamento de Santander.
Con el objetivo de llegar con tres horas antes al
aeropuerto, devolver el coche alquilado, habiendo echado gasolina, cenado y
habiéndonos cambiado antes de subir rumbo a Bogotá, decidimos salir con
“bastante” tiempo del pueblecito donde nos hospedamos la última noche del
puente (San Gil) e ir despacito rumbo Bucaramanga.
A las 13.30 nos metimos en un bar nuevo, que acababan de
inaugurar ocho días antes, comimos un sándwich bastante baratito y nos metimos
en el coche a eso de las dos de la tarde para poder llegar a las seis como muy
tarde. Nuestro vuelo a Bogotá salía a
las nueve y cuarto de la noche, íbamos sobrados.
Los primeros 30 kilómetros fueron rapiditos, paramos sólo un
poquito en un peaje en el que gracias a la gran oferta de puestos ambulantes
habituales, nos compramos unas bolsitas
de hormigas culonas para llevar a los Sebastián (Que siempre piden que en vez
de regales les lleves comida), unas botellas de agua…
Pero cuando llevábamos una hora de camino, sin saber cómo,
la cosa se fue volviendo más concurrida… Adelantamos un par de camiones, nos
jugamos la vida mientras tres coches nos pasaron a la vez cuando venía un
autobús de frente, subimos cuestas en segunda e hicimos fotos a las cabras que
nos miraron en una curva atentas desde el arcén…
La tarde se nos iba echando encima, y la comida, que había
sido ligera y rápida en el nuevo bar de la carrera 14 de San Gil, no se por qué
me empezó a hacer un poco de “centrifugadora” en mi tripa. No le di
importancia… las curvas, el calor, los mosquitos y sobre todo no tener nada de
música, me hacía pensar en que podía marearme, así que pasé bastante del
revoltijo estomacal…
A los 50 kilómetros, mientras anochecía en el Cañón de
Chilamocha el tráfico se volvió tan denso que no pasábamos de los 20 por hora
en ningún momento y era imposible adelantar…
En lo alto del puerto , el tráfico fluido empezó a hacer
paradas intermitentes que se alternaban con sonidos en mi tripa que anunciaban
que algo no estaba bien.
Comenzamos a bajar los diez kilómetros de gran pendiente del
puerto de Chilamocha y la noche se nos echó encima… desde arriba, las filas de
luces rojas de los frenos de los coches que marchábamos en orden hacia Bucaramanga
se veían haciendo zigzag delante de nosotros prendiéndose entre las
montañas…
Fue en ese momento, contemplando esa hilera roja, cuando,
siguiendo la tradición que mi hermana instauró allá en los años ochenta en un
viaje Galicia- Madrid el la furgoneta de mis abuelos, comuniqué mi estado
gástrico.
“Chavales, me hago
caca” dije de una manera natural, sin darme cuenta que no todo el mundo
entiende que tenga que comunicarlo…
Mis amigos se empezaron a reír de mi frase, y con el
cachondeo comenzamos a hablar de cosas escatológicas, cada cual más divertida y
asquerosa... Más o menos, duante un rato, se me empezó a olvidar que tenía que
ir al baño.
Los siguientes ocho kilómetros los recorrimos en treinta y
cinco minutos. Desde nuestro coche, podíamos escuchar la música de los
vehículos de delante y detrás que aburridos y afortunados porque, al contrario
que nosotros, tenían radios que funcionaban, habían decidido amenizar la espera
al ritmo de sus múltiples melodías latinas.
A las seis y media, empecé a tener ganas de hacer caca de
verdad y mi estómago centrifugador iba comenzando a manifestarse en pequeños
pinchazos de “o salimos todos o la liamos”…
A las siete menos cuarto, habiendo avanzado unos dos
kilómetros desde los primeros pinchazos, comencé a estudiar la situación para
optar por lo menos apetecible en circunstancias normales: Hacer caca en la
cuneta.
Miré a mi alrededor, las risas de las adolescentes del coche
de atrás que tenía ventana en el techo y bailaban a lo “Barbie girl” no me
desconcentraron en mi estudio de la situación.
Lo más importante de todo en ese momento, era que tenía un paquete de
Kleenex que Laura había comprado antes de salir porque tenía catarro y no le
vendieron la unidad sino el pack de 10 paquetes.
En medio del silencio dentro de nuestro coche, fruto
aburrimiento de la noche Santanderana atascada , se me escapó el primer pedete.
Afortunadamente fue silencioso , pensé, segundos después me
di cuenta… era muy mal oliente…
Ante la pestilencia tuve que delatarme, ya que Leire (aunque
estaba retocando fotos muy concentrada en su teléfono) estaba sentada a mi
lado, y era evidente que si no lo decía iba a ser peor.
“Oye chicos, que se me ha escapado un pedete, lo
siento”. Los tres que iban en el coche
empezaron a partirse de risa, pero cuando Laura se giró a mirarme se dio cuenta
de que realmente empezaba a estar en un aprieto ya que tras el pedete vinieron
unas horribles ganas de tener que ir al baño con urgencia y con ellas, el sudor
frío… Debí parecer que estaba fatal que la pobre Laura agobiada comenzó a tener
más en cuenta, la situación por la que estaba pasando yo.
A los diez minutos, con la cabeza asomada por mi ventanilla,
lo único que buscaba era un montículo, un matojo o algo donde poder hacer caca
sin que nadie me viera mientras el coche avanzaba sin mi.
A las siete y media, agobiados de estar a treinta kilómetros
del destino avanzando dos metros al minuto, tras haber analizado cada
centímetro de arcén durante los cinco últimos kilómetros, vi una lona negra que
hacía las veces de separación entre dos parcelas y con firmeza y determinación
anuncié que me bajaba, que no aguantaba más.
Agarré con fuerza el paquete de kleenex, cogí el móvil (por
si acaso) y me bajé corriendo hacia la parte de detrás de la lona negra.
Me dieron igual las niñas de detrás, el coche viejo de
delante y si al otro lado de la lona había algún bicho peligroso que me
mordiera el culete o me contagiara de Zika para siempre.
Salí corriendo hacia la penumbra, salté unas ramitas, volteé
la lona y sin pensarlo ni una vez, me bajé los pantalones y me puse de
cuclillas posición no retorno.
Ni un segundo había pasado cuando de repente una niña de las
del coche de detrás gritó con tono pijo colombiano, ¡Miraaaar! Se le ve la
colaaaa!! (aquí al culo le llaman cola, que al parecer suena más fino, aunque a
mi me parece feísimo) y todas sus amigas empezaron a reírse a carcajadas.
Me di cuenta gracias a ellas, que la lona negra, no llegaba
hasta el suelo sino que dejaba unos cuarenta centímetros entre el final de la
misma y el suelo, justos para que si una se agachaba mucho… Se le veía todo el
culete iluminado por los faros de los coches que aguardaban avanzar.
Pero a esas alturas de la película no podía dar marcha
atrás, así que con dignidad y a medias, terminé la faena algo más erguida de lo
habitual.
Entre nervios, preocupación (e higiene máxima) me di cuenta
que los coches comenzaban a avanzar. Los que estaban parados arrancaron y las
luces que se veían tras la lona plástica negra empezaron a moverse.
Me subí los pantalones rápido, pegué un brinco para no pisar
nada y salí corriendo atasco arriba.
Pasé el coche de las niñas pijas, dándoles el placer de
ponerle cara al culete que se asomó y llegué al coche que Jorge, que iba
conduciendo, había orillado con los warning para esperarme y no dejarme en
medio de la nada.
Me subí rápidamente y arrancamos unos metros más (no
demasiados).
No había hecho todo lo que mi estómago necesitaba, así que
me recosté en el asiento durante media hora más notando como poco a poco, la
velocidad del coche iba en aumento y mis sudores y retortijones también.
Cuando quedaban
treinta minutos para que saliera nuestro vuelo, llegamos al área del
aeropuerto donde nos esperaba el hombre del alquiler de coches.
A Jorge no le dio tiempo ni a parar el coche, yo solo
recuerdo que cogí mi mochila y fui disparada al baño de señoras del Aeropuerto
Palonegro de Bucaramanga.
Me dio igual el tiempo que faltaba para la salida del avión,
tenía el pasaporte, el teléfono, la tarjeta de crédito y lo más importante los
kleenex en mi poder, así que por mi, que el avión se fuera sin mi, que yo tenía
que perder cinco minutos mínimo ahí sentada.
A los tres minutos volví en mi, era mejor levantarse y
acudir a la puerta de embarque, estar mala en casa era mejor que en un
aeropuerto en medio de la nada.
Los chicos estaban esperándome en la puerta del baño, me
trajeron un agüita, embarcamos y salimos del mayor “Atasco” estomacal de mi
vida.
Hacer caca en un avión es bastante curioso, siempre pienso a
dónde irá… Ayer no pensé en eso… solamente en llegar.
Hoy Laura se ha despertado fatal y ahora por la tarde, Leire
me ha contado que ha estado cinco veces en el baño. Yo evoluciono
favorablemente, pero la moraleja de todo esto es que a veces los restaurantes
de comida rápida recién abiertos y baratos… no merecen la pena antes de un
viaje de puente.
PD: La otra moraleja es no coger un coche en un lunes de
retorno de puente, pero eso es lo de menos.
PD2: Sorry estoy muy cansada, supongo que habrá muchos
errores gramaticales. Ha sido día largo.
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