La primera vez que alguien me calificó como “recursiva” fue hace casi dos años, la chica que limpia en mi casa se quedó flipando cuando vio las fundas que le hice al sofá con unas mantas de oferta del Carulla. No pagué a nadie para que me las hiciera, las hice yo solita con las mantas del dos por uno, hilo y aguja . En dos tardes lo arreglé.
Para mí, hasta ése momento, algo recursivo, como dice la Rae, era algo que puede repetirse o aplicarse indefinidamente. Pero en Colombia, el adjetivo recursivo es algo completamente diferente. Ser recursivo, en Colombia, significa que eres una persona que explota al máximo los recursos de los que dispones. Es un adjetivo positivo, algo de lo que cierta parte de la población carece y otra lleva a su máxima expresión.
A mi “QueLi” (La que limpia en casa, en la jerga macarra madrileña que se habla en nuestro hogar, es La Que Li (mpia)) le sorprendió muchísimo que alguien de tan alto estrato, como su Señora Española que guarda en su nevera coca colas en lata (carísimas para el colombiano humilde y que la tía se bebe una cada vez que entra por la puerta y no le importa dejarme sin…) o que tiene tanta plata como para traerse a un gato del otro lado del mundo (un gato!!) , que no le pidiera a una costurera que me hiciera las fundas… le sonó raro… porque en ésta Colombia de dos mundos, los ricos no son recursivos (pagan por conseguir cualquier cosa) y los que tienen que buscarse las habichuelas, si tienen verdadero interés en algo, llevan la recursividad a su máxima expresión.
Hay una frase muy común de los mercados populares, en los barrios más guerreros, que sirve para responder al cliente cuando pregunta por algo específico y define una filosofía de vida y es la de “Se le tiene señora y si no se le consigue” y es que cuando un colombiano quiere algo… se lo inventa y finalmente te lo vende... (Fijaros que acentúo que debe quererlo, porque si no hay interés pasan olímpicamente…)
Los más pilos (pilo aquí significa rápido, avispado y listo) encuentran la oportunidad en cualquier esquina para hacer de la necesidad un negocio.
Existen, por ejemplo, oficios que sólo se dan en éste país, y no estoy hablando de las despiojadoras que ponen carteles en las zonas más visibles de cualquier farola de barrio bien que dictan la frase “Despiojo masima discresión numero selular xxxxxxxx”, no, ese trabajo lo hay en todas partes…
Hablo, por ejemplo, de los minuteros, que son persona que llevan encima unos cinco móviles de éstos que no valen nada (aquí llamados flechas, porque si vienen los indios a robarte se los tiras a la cara) y te los prestan para que llames por 100 pesos el minuto. Son cabinas telefónicas humanas, que se sientan en cualquier esquina (y si su señora ha hecho empanaditas también te las venden “no vaya a ser el hambre” mientras uno llama…) y ofrecen “minuto selular”
También, en comunidades muy pobres, sobre todo en la Costa caribe, donde la astucia y la recursividad es Ley de vida, existen los “Arrendadores de lavadoras” que por un mínimo de 2.000 pesos la hora (60 cts), te instalan la lavadora en tu casa y limpias tu ropa sin tener que frotar ni ir a una lavandería de esas donde los ricos lavan sus cositas…
Existen Toderos, que todo lo arreglan, calibradores de llantas que con magia y brío, pegan con un palo a las ruedas del coche y te comprueban en cada semáforo a cambio de una limosnita que tus ruedas van bien de aire, también hay pesadores que ofrecen básculas para saber cómo va la operación biquini…
Es decir, que aquí quien no tiene trabajo, se lo inventa y si no existe cómo, se encuentra la manera de conseguir plata.
Os preguntaréis el porqué de ésta introducción tan larga y detallada, pues la cosa es sencilla , éste fin de semana, Pablo y yo hemos estado en San Cipriano.
Una comunidad afrodescendiente, a media hora de la costa pacífica.
San Cipriano es en realidad una pedanía entre Córdoba y Zaragosa, dos pueblos en medio de la selva subtropical del Valle del Cauca. Es un lugar sin ningún interés económico, a mitad de camino entre Cali y Buenaventura (el puerto más grande de Colombia) pero de una riqueza natural impresionante.
En éste país donde nada tiene ni pies ni cabeza a la primera, a éste pueblo a las orillas del río más cristalino de todo Colombia (aún no han llegado las Mineras…) , sólo se puede acceder por las vías del tren.
Pero… oooh!! Qué ven mis ojos! Qué pena con usted!!!
En San Cipriano no hay parada de tren, ¿para qué si desde hace más de 50 años no hay trenes de pasajeros? y ¿ qué sentido tendría si desde hace 6 meses no circula ni un solo tren de mercancías?
Así que siguiendo el “se le tiene y si no se le consigue”, los habitantes de San Cipriano, ante la necesidad de llegar a su pueblo, han inventado un medio de transporte que se llama: Brujitas que soluciona ésta situación de aislamiento, completamente absurda.
¿Qué son las brujitas? Las brujitas son unos tablones paralelos de ancho de la vía del tren y largo como dos metros, con banquillos (acolchados) sobre los mismos.
Éstos tablones, ruedan sobre la vía gracias a unas pequeñas rueditas de metal en su parte inferior, que son empujadas a tracción por la rueda de una moto que está enganchada a su vez a los propios tablones.
Es decir, pura recursividad colombiana.
La motocicleta hace de motor y los habitantes y visitantes, que van sentaditos a la izquierda del motorista, acompañan al conductor a pocos centímetros mientras se adentra por la selva valle caucana como si nada.
Pero como en Colombia no hay horarios, en el trayecto, puedes tener la mala o buena suerte, de encontrarte una brujita que viene a toda velocidad en sentido contrario. En ése caso, impera la lógica. Quien lleve menos pasajeros debe levantarse, agarrar los tablones, sacarlos de la vía y dejar paso al que viene en dirección contraria.
Como no había mucho de lo que comer, más que de la pesca del río que da nombre a la comunidad , el río San Cipriano, los lugareños decidieron inventarse un incentivo económico, el turismo. ¿Y cómo?
Cogiendo unos neumáticos de camión que por 8.000 pesitos te los alquilan para que los turistas bajen montados en ellos por las limpias aguas de su río sin más seguridad que las de un chalequito salvavidas.
Que se pinchan, se parchean, que hay que subir dos km por un caminito al borde del río para poder lanzarse al agua, se caminan y si hay que seguir ganando dinero, se ponen puestos de sancocho de gallina y obleas con arequipe cada cierto tiempo para que el turista deje pasta.
El caso es que a San Cipriano le va la mar de bien, y los niños y los mayores disfrutan al ver a decenas de blanquitos que vamos para allí a creer que todo es muy natural y muy bonito.
Pablo y yo no fuimos menos éste sábado. Hicimos la caminata de las cascadas, nos jugamos la vida bajando por río con el neumático de turno (podría contaros un relato muy escalofriante de Pablo, un árbol , el río y su neumático… pero por respeto a los lectores y para mantener la calma no diré nada más que ya se encuentra bien, pero que el susto no se lo quita nadie) (corramos un tupido velo jajaja)
Como iba diciendo, que tras lo del río, tocó el almuercito vallecaucano, así como a las tres de la tarde, como pasa en todas las selvas, para que todo esté tan verde y tan bonito, se puso a llover.
Pero en las selvas señores, llover no es que llueva, es que cuando en un sitio así empieza a caer… diluvia, pero mucho mucho mucho y como buenos pardillos, habiendo ya pagado la comida, cuando ya íbamos de vuelta a coger nuestra brujita, nos comenzó a caer el chaparrón.
La primera media hora, pacientes, nos sentamos a ver pasar…
Es algo que siempre me ha encantado de los pueblos de todo el mundo mundial, lo de sentarse de cara a la calle, a ver pasar…
Los niños sin importarles la lluvia pasaban de un lado a otro con las bicis, las carretillas llenas de cosas… Los señores con paso tranquilo caminaban bajo el agua mientras que a las señoras se les iban transparentando todo, por el efecto de la lluvia en sus ajustadas camisetas…
Cuando llevábamos casi cuarenta minutos pareció, y digo pareció, que amainaba un poquito así que nos dio tiempo a caminar tres o cuatro casas más camino a la vía del tren…
Pero ahí no paraba de llover… Cuando llueve de ésta manera, me acuerdo de mi madre cuando fue a Amazonas que decía, ésta lluvia en España, declara el pueblo zona catastrófica en menos de dos minutos.
Pero claro Colombia… es otro rollo.
Agua y más agua, las gallinas escondidas bajo las mesas de los bares contaban miguitas bajo nuestros pies, los niños, como si tal cosa, continuaban saltando de un lado para otro, y la lluvia reina de la oscura estampa no paraba de caer….
Lluvia y más lluvia, gotas gordas que no dejaban ver ya las montañas….
Lluvia y más lluvia, humedad caliente que se notaba hasta en nuestros pies….
Lluvia y más lluvia…
Cuando llevábamos una hora, en silencio, sentados en nuestras sillas de plástico, viendo y sintiendo agua en todas partes, nos dimos cuenta que se hacía tarde y que los buses que paraban en Zaragosa rumbo a Cali, donde dormíamos esa noche, pasaban hasta las seis de la tarde, eran las cuatro y media y teníamos al menos una horita de camino…
Pero claro, ahí no paraba de llover torrencialmente… los charcos y nuestra preocupación crecían por segundos…
Hasta que en nuestro por nuestro reducido campo de visión, cruzó un lugareño saltando por las piedras de la arenosa calle en la que estábamos, intentando sorprendentemente evitar mojarse como los demás…
Ese negro de dos metros, encogido , calzado con unas “pantaneras” (catiuscas de toda la vida) y prudente como ninguno, fue el nos encendió la bombilla con su genial idea.
El señor, iba “vestido” con una gran bolsa de basura que le protegía del agua, una en el cuerpo a la que le había hecho un agujero en la cabeza y otra en la cabeza a modo de capucha.
¡Ahí estaba la solución!
Con un poco de vergüenza, ante nuestra inusual petición, nos acercamos a la barra del bar donde estábamos, a pedirle a la señora una bolsa de basura.
La señora como si fuera habitual, con su acento costeño casi cubano, nos respondió que tenía dos, unas pequeñas (las típicas de casa) y otras más grandes (las del negocio), y sin dudarlo ni un segundo les puso precio 500 y 1.000 pesos, (15 o 30 cts cada una).
Imitando al señor recursivo, y con algo de indignación por lo pesetera que era la tabernera…. le compramos dos, una para cada uno, pero de las enormes que nos cubrían hasta las pantorrillas.
Cuando llegamos a la “estación” vestidos de plástico negro, el “maquinista” vestido con un chubasquero de pies a la cabeza, nos hizo esperar unos minuticos a “que llegara más gente pa no hacer el viaje sólo para dos”…
Tras otros 10 minutos de espera, en los que no apareció un blanquito por nuestro lado, por fin arrancamos rompiendo la interminable cortina de agua que inundaba la espesa jungla a 60 kilómetros por hora por la oxidada vía del tren , creyéndonos aventureros y siendo sin querer, dos pringados blanquitos más , que sólo se llevaron un chubasquero y que tuvieron que imitar a un lugareño para no ver su ropa y teléfono móvil bucear en sus mochilas...