martes, 15 de noviembre de 2016

¡Hágale pues Papá!

En Colombia siempre llueve, todos los días llueve, pero en la época de lluvias, que es ahora, llueve con más fuerza.

Lo de llueve mansamente, que tanto le gusta a mi madre de sangre gallega, es algo que pasa pocas veces.

Aquí llueve fuerte, llueve enfadado, llueve gordo o como dicen aquí, “cae un aguacero que Ave María”.

Así que los aeropuertos, que a pesar de ser lugares donde acceden sólo unos pocos bastante más ordenados que lo general, no pierden la tónica nacional de cancelar sus citas, aplazarlas e incluso cerrar sin venir a cuento alguna pista que otras.

Consciente de ése hándicap nacional, éste fin de semana, aprovechando que era puente y que ha venido una amiga mía del erasmus, cogí unos billetes de avión para ir al Eje Cafetero en una línea aérea algo mejor que la que siempre cojo ( “VivaColombia”, que es el Ryanair colombiano)

Esta vez decidí gastar un poquito más y viajar en LaTam, que es grandota y sus aviones, a pesar de que sople el viento, o haya algún charquito, dan seguridad y salen y llegan sin problemas.

Como ahora resulta que tengo que consensuar las decisiones porque ya no soy yo sola, en vez de salir el viernes por la tarde, cogimos un avión que salía a las 07.40 de Bogotá del sábado, para que en caso de que Deloitte nos exigiera permanecer delante de ordenadores y excels todo el viernes, no hubiera problemas.

Así que a las 05.30 de la mañana,  sin que Pablo hubiera hecho la maleta aun, ya estaba yo apurando al personal para llegar a las 06.45 al aeropuerto sin éxito.

Pablo, como todos sabéis, requiere unos tiempos, que yo no necesito y lo que yo fui capaz de hacer en 25 minutos (colgar una lavadora que había programado para que terminara a las 05.00, ducharme, vestirme, pintarme, ponerle de comer a Paqui, tirar la basura, cambiarle la arena al gato y cerrar mi maleta) a él le dio tiempo a hacer su maleta.

A las 06.30, media hora después de lo previsto,  estábamos saliendo de casa, y llegando al aeropuerto a las 07.05 en un Uber que iba haciendo rally. Yo desquiciada, y Pablo como siempre, tranquilote.

Nos dio tiempo a comprar un café con unas galletas para Pablo y para mi que no me entra nada a esas horas, compramos un sanwich por si no me daba tiempo, antes de ir a la Hacienda Cafetera que habíamos reservado para visitar a las 11.00, tomar un piscolabis.

El aeropuerto del Dorado, como acostumbra, cambió de puerta de embarque sin avisar a 5 minutos de embarcar, y finalmente, a las 07.45, hora a la que íbamos a salir, abrieron la puerta del vuelo LaTam rumbo Pereira.

Nos sentamos en la fila 23, Pablo y yo encantados, sonrientes y nerviosos por nuestra primera escapadita en mucho tiempo.
El trayecto era corto (40 minutos) así que ambos, cogiditos de la mano, ya sentíamos que estábamos de vacaciones cortas embarcándonos en una aventura.

Íbamos con algo de retraso, pero nos daba un poco igual, cross cheking cruzado (que a saber que significa eso), que los que tuvieran un Samsung Galaxy note no se que qué avisaran a la tripulación porque estaba prohibido, cinturones, sillas reclinadas y palante!!!.

A los 10 minutos ya estaba con el cuello roto dormidísima y feliz… No sé cuánto tiempo debí dormir, soñé y todo, pero intuí que poco puesto que el vuelo era subir y bajar.

Me desperté por el ruido de la megafonía, cuando el piloto le pidió a las azafatas que aseguraran cabina para el aterrizaje.
Empezamos a bajar poquito a poquito pero tan poco a poco que yo sentía que seguíamos en el mismo sitio…

A los pocos minutos, el avión se inclinó hacia la izquierda, haciendo ese movimiento que te suben las tripas un poquito, entre molón y acojone,  y empezamos a girar lentamente. 

Dos minutos después girábamos de nuevo hacia el otro lado, y otros tres minutos después hacia el otro lado. Como si de un aeropuerto internacional se tratara y estuviéramos esperando turno a que nos dejaran pista, nuestro A319 giraba sobre la ciudad de Pereira sin tomar pista.

En uno de los giros, a lo lejos, vimos un avión rojito descender hacia la pista. Supuse que era el de Avianca, que no quise coger porque era aun más caro que el de LaTam.

Seguimos girando durante unos 30 minutos, hasta que el Comandante, que hasta ese momento no se había dignado ni a saludar, se puso ante el micro. Nos explicó que había “viento de cola” y que no iba a poder aterrizar en Pereira, que se tenía que ir a un aeropuerto alternativo a repostar y que ese aeropuerto era Bogotá.

¡A tomar por culo el viaje! ,pensé, pero como estoy en modo Zen, no dije nada y comencé a planificar cosas para hacer en Bogotá durante tres días que teníamos por delante.

La gente, sorprendentemente, no dijo nada,  para lo ruidosos que son los colombianos a mí me sorprendió que toda esa tripulación se resignara causando únicamente un elegante murmullo  suspirado, pero así fue, el avión dio la vuelta y nadie dijo ni pio.

A las 09.15, volvimos a aterrizar y aparcar en el mismo lugar desde el que habíamos salido; El aeropuerto el Dorado.

Las azafatas se levantaron,  hicieron esas mil cosas que hacen cuando aterrizan que nadie sabe qué es exactamente y abrieron la puerta delantera del avión sin que nadie se comunicara con ninguno de los allí presentes.

Pasó un azafato por nuestro lado y bastante perdida, sin entender demasiado y sin levantarme del asiento, le pregunté qué era lo que debíamos hacer en ése momento. La respuesta fue clara y concisa, pero a mí me dejó mucho más perdida. “Esperar Señora, esperar”.

¿Esperar a qué? Pensé para mi… ¿A perder la mañana en un avión? ¿A que nos cancelaran el vuelo y no nos devolvieran el dinero? Yo no entendía nada de nada, miraba hacia delante y veía que nadie se movía, nadie se pronunciaba…

Hasta que de repente, a una familia de la penúltima fila, se le ocurrió levantarse con intención de marcharse, y como si se tratara de una chispa en un avión lleno de gas, la bomba explotó en forma de señora operada de la fila doce que gritó, como sólo las paisas saben hacer; (descaradas pero femeninas)

¡De aquí no se mueve nadie!

La familia que ya recogía su maleta de los “compartimentos superiores” (como veis estoy intentando usar términos técnicos por si hay algún piloto, madre de piloto o hijo de piloto en la sala) se quedó pasmada mirando a la fila doce, y como por arte de magia, un hombre gordito de la fila dieciséis, contagiado por la otra señora,  dijo gritando como un loco “Si uno se baja nos jode a todos, porque cancelan el vuelo y aquí este vuelo se nos va pa Pereira ¡pues!”.

Empezaron a florecer paisas enfadados de otros asientos contando que el vuelo de la noche anterior (el que no pudimos coger por si Deloitte nos necesitaba) se había visto en la misma situación y que al bajarse una señora, decidieron cancelarlo porque no coincidía con no se qué lista y era ilegal salir.

Unos se alentaban a otros gritando contra la compañía,  la señora de la familia que se quería bajar gritaba contra medio avión que ella no iba a perder la mañana esperando.

Los azafatos intentaron defenderla, pero por más que trataban de poner paz, la gente iba gritando y dando más razones  por las que no moverse del sitio.

¡El avión de Avianca aterrizó! Gritó uno, ¡Cambien de comandante! Saltó otro. ¡Qué verraquera acojonao el man! Soltó un gordo de las primeras filas.

Pablo y yo, desde nuestra fila 23, observábamos encantados, como si fuera un partido de algún deporte precolombino, como unos se tiraban la pelota a otros, desde sus asientos pero de pie, calentando más y más el ambiente. Yo saqué mi bocadillo y empecé a disfrutar del ambientazo del avión.

Gritos medianamente ordenados daban paso a otros gritos, a otras razones de peso por las que no moverse, por las que aterrizar en Pereira y por las que justificaban que el piloto era un acojonado.

¡Tin! (sonó el aviso de  que alguien iba a hablar por megafonía)El silencio fue total.

“Muy buenos días, les habla el capitán, estamos a la espera de que el aeropuerto de Pereira nos dé el parte meteorológico de las 10.00, puesto que nuestro avión, debido a su tamaño, no puede aterrizar con el viento en cola y la pista en condiciones de lluvia”.

El pobre Capitán, estaba intentando defender su honor, estaba escuchando todas esas críticas y lo único que él quería, era decirnos que no era su culpa, sino que el avión, el pobre, era pequeñito y no podía aterrizar.

Eran las 09.50, así que como me había recomendado el azafato hacía quince minutos, solo tocaba eso, esperar.
La gente, siguiendo al pie de la letra todos los prejuicios de su cultura colombiana, empezó a tomarse la situación con alegría, unos pedían a gritos que repartieran cervezas para todos, otros seguían vacilando con los complejos de inferioridad del piloto y su falta de destreza a los mandos, que si seguro que era igual con su señora, que si había que mandarle una buena mamasita para animarle, que si no había cerveza mejor repartieran empanaditas y aguardiente… Eso era una fiesta de la queja jocosa.

Todos gritaban, se quejaban y se hacían reír unos a otros.

Todos, menos Pablo y yo ,que sin entender nada, y encantados, íbamos retransmitiendo a mi amiga Elena y a la madre de Pablo que nos escribía en ese momento, cómo estaba la situación, y comiéndonos mi bocadillo.

Reconozco que los primeros minutos pasé un poco de miedo, ya que cuando un colombiano (sea hombre o mujer )se empecina con algo, lo hace sin pensar en las consecuencias, pero cuando vi que la familia de detrás volvía a sus asientos resignados y la gente empezaba a llamar cagueta al piloto, me sentí mucho más segura.

A las 10.05, ya se nos había olvidado lo del parte meteorológico, pero el capitán, cumpliendo su promesa, nos comunicó que salíamos rumbo a Pereira, pero que como había tráfico en la capital, teníamos que esperar una media hora para poder despegar.

La gente empezó a gritar de alegría, ¡Hágale pues papá! Le gritaban los hombres, ¡Ea pues verraco! Las mujeres, eso era una fiesta, todos sin cinturones, de pie y encantados porque el piloto iba a salir.

A las 10.45 despegábamos hacia Pereira de nuevo, sin saber si, después de tanta espera, el aeropuerto de destino estaba sequito y sin viento de cola…

A los 20 minutos el Comandante volvió a pedir que aseguraran la cabina, se escuchó un revuelo general, como si los unos a los otros nos dijéramos lo mismo que le decía yo a Pablo en ese momento “Esta vez si o si ¿no?”.

Diez minutos… primera vueltita hacia la izquierda, vueltita hacia la derecha…El ambiente ya se sentía más nervioso…
Empezamos a bajar… y como si el motor tragara saliva, de repente, cruzamos la capa de nubes que separaba el cielo de la tierra, viendo las magestuosas  montañas cafeteras, sus parcelitas ordenadamente caóticas y al fondo Pereira.

Y así, sin más, aterrizamos como si fuéramos en el mejor de los aviones del mundo, suave, sin turbulencias ni frenazos.

En tierra, la gente comenzó a aplaudir y un señor gritó desgañitándose “Yo siempre creí en usted Mi Capitán” y todo el avión, al unísono soltó una carcajada. Las bromas y la fiesta volvieron a la cabina mientras las azafatas activaban un hilo musical horrible. ¡Pongan un vallenato! Llegaron a pedir.

Al salir del avión, nos despedimos los unos de los otros, triunfantes, como si hubiéramos sobrevivido a una guerra, de la que salíamos triunfantes a pesar de todo.


Pablo y yo nos volvimos a dar la mano, y casi dando saltitos, nos alejamos del tumulto rumbo a nuestra siguiente aventura de fin de semana

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