En Colombia siempre llueve, todos los días llueve, pero en
la época de lluvias, que es ahora, llueve con más fuerza.
Lo de llueve mansamente, que tanto le gusta a mi madre de
sangre gallega, es algo que pasa pocas veces.
Aquí llueve fuerte, llueve enfadado, llueve gordo o como
dicen aquí, “cae un aguacero que Ave María”.
Así que los aeropuertos, que a pesar de ser lugares donde
acceden sólo unos pocos bastante más ordenados que lo general, no pierden la
tónica nacional de cancelar sus citas, aplazarlas e incluso cerrar sin venir a
cuento alguna pista que otras.
Consciente de ése hándicap nacional, éste fin de semana,
aprovechando que era puente y que ha venido una amiga mía del erasmus, cogí
unos billetes de avión para ir al Eje Cafetero en una línea aérea algo mejor
que la que siempre cojo ( “VivaColombia”, que es el Ryanair colombiano)
Esta vez decidí gastar un poquito más y viajar en LaTam, que
es grandota y sus aviones, a pesar de que sople el viento, o haya algún
charquito, dan seguridad y salen y llegan sin problemas.
Como ahora resulta que tengo que consensuar las decisiones
porque ya no soy yo sola, en vez de salir el viernes por la tarde, cogimos un
avión que salía a las 07.40 de Bogotá del sábado, para que en caso de que
Deloitte nos exigiera permanecer delante de ordenadores y excels todo el
viernes, no hubiera problemas.
Así que a las 05.30 de la mañana, sin que Pablo hubiera hecho la maleta aun, ya
estaba yo apurando al personal para llegar a las 06.45 al aeropuerto sin éxito.
Pablo, como todos sabéis, requiere unos tiempos, que yo no
necesito y lo que yo fui capaz de hacer en 25 minutos (colgar una lavadora que
había programado para que terminara a las 05.00, ducharme, vestirme, pintarme,
ponerle de comer a Paqui, tirar la basura, cambiarle la arena al gato y cerrar
mi maleta) a él le dio tiempo a hacer su maleta.
A las 06.30, media hora después de lo previsto, estábamos saliendo de casa, y llegando al
aeropuerto a las 07.05 en un Uber que iba haciendo rally. Yo desquiciada, y
Pablo como siempre, tranquilote.
Nos dio tiempo a comprar un café con unas galletas para
Pablo y para mi que no me entra nada a esas horas, compramos un sanwich por si
no me daba tiempo, antes de ir a la Hacienda Cafetera que habíamos reservado
para visitar a las 11.00, tomar un piscolabis.
El aeropuerto del Dorado, como acostumbra, cambió de puerta
de embarque sin avisar a 5 minutos de embarcar, y finalmente, a las 07.45, hora
a la que íbamos a salir, abrieron la puerta del vuelo LaTam rumbo Pereira.
Nos sentamos en la fila 23, Pablo y yo encantados,
sonrientes y nerviosos por nuestra primera escapadita en mucho tiempo.
El trayecto era corto (40 minutos) así que ambos, cogiditos
de la mano, ya sentíamos que estábamos de vacaciones cortas embarcándonos en
una aventura.
Íbamos con algo de retraso, pero nos daba un poco igual,
cross cheking cruzado (que a saber que significa eso), que los que tuvieran un
Samsung Galaxy note no se que qué avisaran a la tripulación porque estaba
prohibido, cinturones, sillas reclinadas y palante!!!.
A los 10 minutos ya estaba con el cuello roto dormidísima y
feliz… No sé cuánto tiempo debí dormir, soñé y todo, pero intuí que poco puesto
que el vuelo era subir y bajar.
Me desperté por el ruido de la megafonía, cuando el piloto
le pidió a las azafatas que aseguraran cabina para el aterrizaje.
Empezamos a bajar poquito a poquito pero tan poco a poco que
yo sentía que seguíamos en el mismo sitio…
A los pocos minutos, el avión se inclinó hacia la izquierda,
haciendo ese movimiento que te suben las tripas un poquito, entre molón y
acojone, y empezamos a girar
lentamente.
Dos minutos después girábamos de nuevo hacia el otro lado, y
otros tres minutos después hacia el otro lado. Como si de un aeropuerto
internacional se tratara y estuviéramos esperando turno a que nos dejaran
pista, nuestro A319 giraba sobre la ciudad de Pereira sin tomar pista.
En uno de los giros, a lo lejos, vimos un avión rojito
descender hacia la pista. Supuse que era el de Avianca, que no quise coger
porque era aun más caro que el de LaTam.
Seguimos girando durante unos 30 minutos, hasta que el
Comandante, que hasta ese momento no se había dignado ni a saludar, se puso
ante el micro. Nos explicó que había “viento de cola” y que no iba a poder
aterrizar en Pereira, que se tenía que ir a un aeropuerto alternativo a
repostar y que ese aeropuerto era Bogotá.
¡A tomar por culo el viaje! ,pensé, pero como estoy en modo
Zen, no dije nada y comencé a planificar cosas para hacer en Bogotá durante
tres días que teníamos por delante.
La gente, sorprendentemente, no dijo nada, para lo ruidosos que son los colombianos a mí
me sorprendió que toda esa tripulación se resignara causando únicamente un
elegante murmullo suspirado, pero así
fue, el avión dio la vuelta y nadie dijo ni pio.
A las 09.15, volvimos a aterrizar y aparcar en el mismo
lugar desde el que habíamos salido; El aeropuerto el Dorado.
Las azafatas se levantaron,
hicieron esas mil cosas que hacen cuando aterrizan que nadie sabe qué es
exactamente y abrieron la puerta delantera del avión sin que nadie se
comunicara con ninguno de los allí presentes.
Pasó un azafato por nuestro lado y bastante perdida, sin
entender demasiado y sin levantarme del asiento, le pregunté qué era lo que
debíamos hacer en ése momento. La respuesta fue clara y concisa, pero a mí me
dejó mucho más perdida. “Esperar Señora, esperar”.
¿Esperar a qué? Pensé para mi… ¿A perder la mañana en un
avión? ¿A que nos cancelaran el vuelo y no nos devolvieran el dinero? Yo no
entendía nada de nada, miraba hacia delante y veía que nadie se movía, nadie se
pronunciaba…
Hasta que de repente, a una familia de la penúltima fila, se
le ocurrió levantarse con intención de marcharse, y como si se tratara de una
chispa en un avión lleno de gas, la bomba explotó en forma de señora operada de
la fila doce que gritó, como sólo las paisas saben hacer; (descaradas pero
femeninas)
¡De aquí no se mueve nadie!
La familia que ya recogía su maleta de los “compartimentos
superiores” (como veis estoy intentando usar términos técnicos por si hay algún
piloto, madre de piloto o hijo de piloto en la sala) se quedó pasmada mirando a
la fila doce, y como por arte de magia, un hombre gordito de la fila dieciséis,
contagiado por la otra señora, dijo
gritando como un loco “Si uno se baja nos jode a todos, porque cancelan el
vuelo y aquí este vuelo se nos va pa Pereira ¡pues!”.
Empezaron a florecer paisas enfadados de otros asientos
contando que el vuelo de la noche anterior (el que no pudimos coger por si
Deloitte nos necesitaba) se había visto en la misma situación y que al bajarse
una señora, decidieron cancelarlo porque no coincidía con no se qué lista y era
ilegal salir.
Unos se alentaban a otros gritando contra la compañía, la señora de la familia que se quería bajar
gritaba contra medio avión que ella no iba a perder la mañana esperando.
Los azafatos intentaron defenderla, pero por más que
trataban de poner paz, la gente iba gritando y dando más razones por las que no moverse del sitio.
¡El avión de Avianca aterrizó! Gritó uno, ¡Cambien de
comandante! Saltó otro. ¡Qué verraquera acojonao el man! Soltó un gordo de las
primeras filas.
Pablo y yo, desde nuestra fila 23, observábamos encantados,
como si fuera un partido de algún deporte precolombino, como unos se tiraban la
pelota a otros, desde sus asientos pero de pie, calentando más y más el
ambiente. Yo saqué mi bocadillo y empecé a disfrutar del ambientazo del avión.
Gritos medianamente ordenados daban paso a otros gritos, a
otras razones de peso por las que no moverse, por las que aterrizar en Pereira
y por las que justificaban que el piloto era un acojonado.
¡Tin! (sonó el aviso de
que alguien iba a hablar por megafonía)El silencio fue total.
“Muy buenos días, les habla el capitán, estamos a la espera
de que el aeropuerto de Pereira nos dé el parte meteorológico de las 10.00,
puesto que nuestro avión, debido a su tamaño, no puede aterrizar con el viento
en cola y la pista en condiciones de lluvia”.
El pobre Capitán, estaba intentando defender su honor,
estaba escuchando todas esas críticas y lo único que él quería, era decirnos
que no era su culpa, sino que el avión, el pobre, era pequeñito y no podía
aterrizar.
Eran las 09.50, así que como me había recomendado el azafato
hacía quince minutos, solo tocaba eso, esperar.
La gente, siguiendo al pie de la letra todos los prejuicios
de su cultura colombiana, empezó a tomarse la situación con alegría, unos
pedían a gritos que repartieran cervezas para todos, otros seguían vacilando
con los complejos de inferioridad del piloto y su falta de destreza a los
mandos, que si seguro que era igual con su señora, que si había que mandarle
una buena mamasita para animarle, que si no había cerveza mejor repartieran
empanaditas y aguardiente… Eso era una fiesta de la queja jocosa.
Todos gritaban, se quejaban y se hacían reír unos a otros.
Todos, menos Pablo y yo ,que sin entender nada, y
encantados, íbamos retransmitiendo a mi amiga Elena y a la madre de Pablo que
nos escribía en ese momento, cómo estaba la situación, y comiéndonos mi
bocadillo.
Reconozco que los primeros minutos pasé un poco de miedo, ya
que cuando un colombiano (sea hombre o mujer )se empecina con algo, lo hace sin
pensar en las consecuencias, pero cuando vi que la familia de detrás volvía a
sus asientos resignados y la gente empezaba a llamar cagueta al piloto, me sentí
mucho más segura.
A las 10.05, ya se nos había olvidado lo del parte
meteorológico, pero el capitán, cumpliendo su promesa, nos comunicó que
salíamos rumbo a Pereira, pero que como había tráfico en la capital, teníamos
que esperar una media hora para poder despegar.
La gente empezó a gritar de alegría, ¡Hágale pues papá! Le
gritaban los hombres, ¡Ea pues verraco! Las mujeres, eso era una fiesta, todos
sin cinturones, de pie y encantados porque el piloto iba a salir.
A las 10.45 despegábamos hacia Pereira de nuevo, sin saber
si, después de tanta espera, el aeropuerto de destino estaba sequito y sin
viento de cola…
A los 20 minutos el Comandante volvió a pedir que aseguraran
la cabina, se escuchó un revuelo general, como si los unos a los otros nos
dijéramos lo mismo que le decía yo a Pablo en ese momento “Esta vez si o si
¿no?”.
Diez minutos… primera vueltita hacia la izquierda, vueltita
hacia la derecha…El ambiente ya se sentía más nervioso…
Empezamos a bajar… y como si el motor tragara saliva, de repente,
cruzamos la capa de nubes que separaba el cielo de la tierra, viendo las
magestuosas montañas cafeteras, sus
parcelitas ordenadamente caóticas y al fondo Pereira.
Y así, sin más, aterrizamos como si fuéramos en el mejor de
los aviones del mundo, suave, sin turbulencias ni frenazos.
En tierra, la gente comenzó a aplaudir y un señor gritó
desgañitándose “Yo siempre creí en usted Mi Capitán” y todo el avión, al
unísono soltó una carcajada. Las bromas y la fiesta volvieron a la cabina
mientras las azafatas activaban un hilo musical horrible. ¡Pongan un vallenato!
Llegaron a pedir.
Al salir del avión, nos despedimos los unos de los otros,
triunfantes, como si hubiéramos sobrevivido a una guerra, de la que salíamos
triunfantes a pesar de todo.
Pablo y yo nos volvimos a dar la mano, y casi dando
saltitos, nos alejamos del tumulto rumbo a nuestra siguiente aventura de fin de
semana
No hay comentarios:
Publicar un comentario