martes, 8 de noviembre de 2016

El gato volador


Mi preocupación por cómo se lo iba a tomar ella, cómo le iba a sentar el vuelo, los controles pertinentes de entrada en Colombia y sobre todo la adaptación a la nueva casa donde ya no pasan coches para cotillear sino que las ventanas dan a un pacífico patio en el que lo único que pasan son algunos pajarillos de paso… era algo que me quitaba el sueño. Ella, tan paletita de Valdepiélagos (su pueblo natal) cruzando el charco…¡Pobre!

Y no era para menos… La pobre Paqui lo ha pasado bastante mal.

Os cuento su viaje a su nueva casa…

Siguiendo las indicaciones de medio mundo, Pablo drogó a Paquita antes de ir al aeropuerto. En casa ya en ayunas desde primera hora de la mañana, le dio media pastillita de no se qué para que Paqui no sufriera en los primeros pasos del viaje.

De casa la llevaron al aeropuerto, allí pasó los controles sin decir ni “miau”.

Hecha un trapo, se subió al avión sin problemas, despegó, pasó la hora de comer y sus correspondientes olores , ruidos y demás… Pero a las seis horas de vuelo, en medio del océano Atlántico, el pobre animal, se dio cuenta que estaba en un trasportin enano del que claramente quería salir, en un sitio fuera de su ámbito de actuación y con su amo y amante a un metro sin que le pudiera tocar.

Al parecer, la agonía empezó gradualmente. Primero comenzó a maullar melosona, entre drogada y seductora, con esos miaus largos que le canta a Pablo, queriendo que sus encantos (que nunca hasta el momento le habían fallado) rindieran a su hombre bajo sus patitas peludas y pudiera salir a que le arrullara en sus brazos.

El cortejo duró unos 30 minutos, pero visto que Pablo en vez de abrirle la cremallera le pedía calma desde fuera, comenzó poco a poco a acelerar el maullido y del seductor miaaaaaauuuuuuooooo pasó al maaau maaau maaau que suele utilizar cuando me pide algo a mi con insistencia y no le hago caso.

Pablo, empezó a ponerse nervioso, no quería utilizar la otra media pastilla porque para él, drogar al gato es un pecado imperdonable ya que “es un animal, y el pobrecito no sabe lo que le pasa y se siente fatal”. Así que en vez de calmar al bicho con drogas, se le ocurrió, que llevársela al baño era la mejor opción.

Una vez dentro (sin sacarla del transportín) cerró la tapa del retrete (nunca nadie ha asegurado que el pis que haces en un avión no se caiga al cielo y no había por que correr riesgos) y una vez inspeccionado que no habían muchos más peligros, abrió la puerta del recipiente gatuno.

Paquita tardó unos segundos en salir, primero asomó una patita, luego la cabeza, miró hacia los lados, volvió a meter la cabeza y con poca decisión, comenzó a salir lentamente con la tripa muy pegada al suelo como con miedo a ponerse de pie en ese cubículo ruidoso y extraño.

Comenzó a oler cada esquina y queriendo esconderse se metió bajo el retrete que había un huequito que a ella le parecía seguro de todo mal.

Pablo, al darse cuenta de que no había inspeccionado todo y que el gato estaba cerca de un hueco que tal vez era un agujero con caída al vacío y subcionador de gatos en libertad, volvió a coger al felino y tras darle unos besitos y abracitos lo volvió a meter en el transportín.

Pero tras ese meneo, Paquita lo tenía aun más claro, ella quería volver a su sofá amarillo, su calle con coches y su reino madrileño.

Comenzó a revolverse dentro del cubículo como si el propio Lucifer se hubiera apoderado de ella, lloró, bufó, golpeó las paredes de tela del recipiente y con sus gritos molestó a media cabina.
Pero no hubo respuesta...

Al darse cuenta que Pablo no iba a ayudarla de ninguna manera, con su mente retorcída de gato malvado, diseñó una huida digna de Alcatraz abriendo un hueco por la redecilla del trasportin nuevo que Pablo compró 48 horas antes del viaje para que ella no lo relacionara con otras malas experiencias del otro y para que cumpliera las medidas de seguridad de cualquier compañía aérea.

Decidió empezar a arañar con gran velocidad y tesón la parte de delante, un dos un dos un dos, la cosa parecía que avanzaba, un dos un dos… las uñas recién cortaditas para que fuera guapa en el viaje hacían su trabajo, un dos un dos….¡Paaam! Su uña de en medio de la pata delantera derecha se le enganchó y trabó en la rejilla. No salía ni para delante ni para detrás.

Paquita rompió a llorar, a retorcerse, a intentar sacar la garrita de los cuadritos de la rejilla de su prisión gatuna, a gritar de dolor, a desesperarse como había hecho minutos antes… Pero como el cuento de Pedro y el lobo, nadie le creyó esta vez y tras minutos de desesperación sin que nadie la ayudara, la pobre gatita, perdidamente desesperada y muerta de miedo pensando que era el final de sus días de paz, decidió liberarse ella misma y tirar…. Zas!!!!

Empezó a sangrar poquito, se miró la patita y vio cómo su uña especial, con la que enganchaba todos los juguetes de su antiguo remanso de paz, se separaba de su patita blanca dejándole una herida horrible que aun hoy se lame continuamente.

La pobre debió sentirse super desconsolada, pero como buena gata digna de sus dueños, la muy cabezota, aun muriéndose de dolor y sin parar de llorar, decidió continuar su misión, salir de su trasportin.
Esta vez con los dientes, empezó a morder la misma área de la rejilla.

Tras diez minutos de arduo trabajo, pudo romper unos tres centímetros, ya podía sacar el hocico rosita, mordía más y sacaba el hocico para sentir que estaba en libertad, mordía y se asomaba, mordía y repetía la operación.
Alertado por el silencio de Paquita y los ruiditos rumiantes provenientes de transportín, Pablo se acercó sin hacer mucho ruido para no asustar al animalito que creyó que tras tanto esfuerzo había caído rendido.

Cual fue su sorpresa al encontrarse a Paquita, con una pata llena de sangre con media nariz fuera del trasportín violando dos reglas fundamentales de inmigración: Transportar al animal en un recipiente completamente cerrado y entrar en el país sin ninguna herida abierta.

Al pobre Pablo casi le da un patatús pensando en cómo tendría que hacer para poder convencer a las autoridades colombianas de que su amada gato cumplió todo cuando salieron pero que ahora nada tenía sentido (No recordaba que en Colombia todo el laxo y “solucionable”) . Le pasó por su cabeza hacer un Melendi, para que el piloto tuviera que volver, pero a esas alturas de vuelo, si tenían que tocar tierra firme seguramente aparecerían en Venezuela, y salir de allí con Paquita viva iba a ser bastante complicado, así que armándose de valor y dejando sus miedos a un lado decidió tomar la decisión más difícil. Volver a drogar al gato.

Nervioso buscó en su maleta de mano la media pastilla que le habían asegurado que podría darle pasadas 6 horas de la primera toma. Volvió a contar las ocho horas que separaban la salida de casa a ese momento, volvió a leer el prospecto, respiró hondo y aprovechándose del espíritu escapista de Paquita trazó un plan infalible: Abriría la cremallera del trasportín por arriba, Paquita querría salir como loca sacando la cabeza, en ese momento abriría su boquita con la mano izquierda y con la derecha le metería la pastilla hasta la garganta para que de una vez se la tragara sin complicaciones.

Dicho y hecho, luchando con el mal aliento del gato que llevaba 11 horas sin beber, Pablo consiguió meterle la pastilla de cuajo al gato y la pobre, asustadísima sin entender nada, no le quedó otra cosa que tragar sin saber qué ni porqué.
Pablo cerró de nuevo la cajita del gato y Paquita, más triste que nunca, sintiéndose sola y engañada se fue a la parte de atrás del trasportín a llorar y a limpiarse la patita, explicándole al mundo en maullidos que ella no quería estar ahí y que no entendía por qué le estaban haciendo eso, con lo buena que ella había sido siempre.

Tardó una hora en calmarse bajo los efectos de la potente pastilla, entrando ya a cielo americano, a menos de una hora de aterrizar pudo dormirse de nuevo y para cuando llegó a tierra, luchaba entre sueños en descifrar qué de lo que veía era verdad y qué imaginaciones suyas.

Vio perros detectores de drogas que pasaron de ella completamente, vio policías, maletas girando una detrás de otra y hasta le pareció ver a la amante de su pareja “La otra” a lo lejos.
Sentía que Pablo estaba muy nervioso, ahora que ella se calmaba,  su compañero de viaje-pesadilla se ponía histérico.
Escuchó cómo hablaba por teléfono y confirmaba que tenía una herida y que no sabía cómo iba a pasar los controles.
Pablo le llevó a una sala más tranquila, en la que un hombre le preguntaba a Pablo sobre ella misma, edad, vacunas, raza (¿Raza? Si esta es mas chucha que la madre que la parió que era callejera!!!) … Pablo respondía muy nervioso, y ella en medio de un colocón espectacular intentaba ronronear o maullar para explicarle al señor que lo único que quería era llegar a casa y dormir.

La suerte, o el instinto protector de la gata, hicieron que se quedara medio dormida sobre sus patas delanteras dobladitas, así que en el momento en el que aquel señor, levantó su cajita para hacer una “inspección ocular” (que como era de esperar en Colombia, fue bastante por encima) sólo se encontró a un gato dormido y reluciente que se apoyaba elegantemente sobre sus patitas delanteras recogiditas.
Algo más pasó que ella no se dio cuenta, y cuando abrió los ojos, estaba en otra casita, en otro lugar pero con Pablo y con “la otra” que le enseñaban su arenita para hacer pis y su comidita igual que la de Madrid.

Pablo sacó de una maleta su manta azul y cubrió el sofá para que todo oliera más a hogar, dulcemente cogió a Paquita y la posó sobre la manta mullidita para que pudiera descansar entre él y “La otra”.

Entre sueños, tumbos y golpes con las cosas, consiguió subirse al pecho de “la otra.” Lo recordaba mullidito, así que el instinto le llevó hasta allí.

Y por fin, tras una gran pesadilla pudo dormirse en paz, aunque fueran 10 minutos, pero en Paz.
Sabiendo que “la otra” estaba cerca y que su dueño y amado, desprendía olor a felicidad, mucha más feliz que los últimos días y también estaba allí, con ella, haciendo manada “Equipo P”.

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