Éste fin de semana, hemos estado en la playa.
Previendo este bajón posvacacional y demotivador que tiene
volver al otro lado del mundo sin vosotros, Diana me recomendó antes de irse,
que planificara algo para enero para darme un poco de vidilla y recordar lo
bueno de aquí. Así que en noviembre, compramos unos billetes a Cartagena para
irnos a Isla Grande en plan señores un fin de semana.
Nos han timado por todos los lados (muy colombiano), porque
nos dijeron un precio que no era y luego tampoco nos explicaron que por tener
visa de trabajo teníamos que pagar el 20% más correspondiente a los impuestos
nacionales. Total, que hemos vuelto pobres de pedir, pero muy contentos del
calorcito, el buceo, el padle surf, la naturaleza y la tranquilidad.
Llegamos ayer a la una de la mañana, la casa estaba fría y Paqui,
como suele hacer cuando la dejamos sola un par de días, nos echó la bronca a
grito pelado, por no haber avisado de que no íbamos a estar con ella en todo el
fin de semana.
Durante los quince minutos que aguanté despierta, no hizo
más que maullar alto y revozarse contra nuestras piernas en señal de protesta.
Yo estaba cansadísima, tanto, que dejé el bañador mojado en
el tendedero, me lavé los dientes y me metí en la cama sin mediar palabra. Con
el pelo sucio y seco de tanto sol costeño
y oliendo a sudor de calorcito cartagenero.
Pablo, que no se había dado una ducha de agua dulce en la
playa antes de irnos de allí (como hice yo) y no hay cosa que le mole más que
meterse en la cama recién duchadito, aprovechó la ocasión para darse un remojón
calentito en la habitación que tenemos como ducha (es enorme, creo que os lo he
dicho otras veces, pero es lo mejor de la casa. Cabemos 10 y la alcachofa es
gigantesca… Sabéis que está a vuestra entera disposición cuando vengáis a
visitarnos).
Cuando empañó todos los cristales de la casa y tuvo los
dedos rechumidos, se metió en la cama a mi ladito, Me dio un beso de buenas noches que recibí
entre sueños y ronquidos. Creo que me dijo algo, pero ni le entendí.
Paquita pidió entrada bajo el edredón, con un maullido más
suave y seductor, se acurrucó entre
Pablo y yo, porque, a pesar de su enfado, los seis grados de la calle en una
casa sin calefacción se notaban…. y nos quedamos acurrucaditos los tres hasta
ésta mañana.
Tan cansados debíamos estar, que no hemos escuchado el
despertador de Pablo (que suena media hora antes que el mío) y nos hemos
despertado con el riiiiing del mío directamente.
Pablo se ha levantado rápido, ha planchado una camisa y
antes de que yo saliera de la cama, se estaba tomando un café vestido de señor
para irse a trabajar con una pierna ya fuera de casa. Se ha despedido
rápidamente de las dos y ha desaparecido rumbo a su oficina.
El caso es que cuando me he levantado, con la radio de fondo
escuchando las locuras del Señor Trump en la “Doble U”, cual autómata, me he
arrastrado hasta la cocina para hacerme las judías verdes hervidas para mi
comida de medio día.
Sin abrir casi los ojos, he cogido la cacerola, la he puesto
bajo el grifo, he ido a abrir el agua y…. el grifo tenía poquísima presión.
Mi primer pensamiento, ha sido que que como otras veces, el portero me había
cerrado el agua el fin de semana que no estaba y así que directamente, he
llamado a portería.
“Buenos días señora Cristina, ¿Qué hubo? ¿Qué más? ¿Cómo me
le va? ¿Cómo amaneció? ¿En qué le puedo colaborar?”
Yo, que como todo el mundo sabe, por herencia familiar
Patiño, por las mañanas no me gusta mucho hablar, le he tenido que
responder a lo colombiano en un tono amable poco habitual en
mi, “¿Qué más? ¿Cómo está? ¿Qué tal va la mañana? Qué pena molestarle, pero
¿Será que me han cerrado el agua como la otra vez y se olvidaron de abrilo de
nuevo?
El portero, rápidamente, repitiendo el mismo discurso que le
ha debido decir a todo el edificio desde primera hora de la mañana, me ha
respondido muy cordial como si no pasara nada;
“Qué pena señora Cristina, es que el agua se cortó en la
noche tardecito y apenas está regresando. Si espera un poquitico, no más, verá
como nos regresa y volvemos a la normalidad”.
Es decir, que no tenía ni puta idea de cuando se había
cortado, porque Pablo se había duchado la noche anterior bastante tarde durante
horas, y por tanto no tenía ni puta idea
tampoco de cuando iba a volver.
Me he despedido muy amablemente, deseándole buen día,
dándole las gracias, mientras dentro de
mi, crecía la rabia y se me cerraba la garganta fruto de la desesperación de la
incompetencia general y los malos recuerdos de la última vez que se fue el agua
en todo el barrio y no volvió en dos días.
¿Sabéis lo que es en un mundo civilizado en el que tienes
que ir a trabajar que no haya agua?
Seguramente, los más aventureros pensaréis “yo estuve en un
campamento cuatro días” Mi madre alardeará, que en sus refugios de montaña no
hay agua y ella, como mujer limpia que es, hace malabares para cuidar los
mínimos, pero… ¿Ir a currar con absoluta normalidad sin agua?
Os juro que es un infierno.
Lo primero de todo, cuando ves que no hay agua, es preguntar
a los locales la previsión de que ésta vuelva, ante tú pregunta, ellos te
responderán con otra… ¿Pero es en todo el barrio o sólo tu edificio?
La diferencia es igual de desesperante, pero a ellos les
importa mucho. Si es en tu barrio, tal vez
tengas la suerte de que viva un influyente hijo de no se quien, o
directamente el político de turno, que puede presionar al Acueducto de Bogotá
para que venga a arreglar la avería en menos de cuarenta y ocho horas.
Si señores, han oído bien, cuarenta y ocho horas.
Si es en tu edificio… la cosa se complica, porque únicamente
el administrador de la finca puede realizar la llamada al fontanero. Si es un
administrador de bien, seguramente llame en el mismo día, pero el mío, al que
nunca he conseguido escuchar porque no me ha cogido el teléfono jamás, no vive
en el edificio y lleva todas las edificaciones de la familia Uribe-Noguera
(conocidos mundialmente por tener un asesino violador entre sus miembros) por
lo que anda bastante ocupadito…
El fontanero, normalmente no trabaja más tarde de las
cuatro. Porque aquí las horas extras y la conciliación familiar se pagan pero
bien, así que prefieren soltar el alicate y si no ha podido ayudarte antes de
las cuatro, “Qué pena con usted” y se va para su casa.
Así que si te quedas sin agua en un edificio bogotano ,así
como así, te toca tener mucha paciencia, mucho dinero y algún amigo para
poderte duchar a fondo el tercer día de sequía.
Volviendo a ésta mañana; Ahí estaba yo, oliendo a rallos,
con el pelo asqueroso, en pijama y a una hora bastante tardía en la que no
tenía ningún amigo aun en casa y sin saber si era avería del edificio (de ésa
manera iría al gimnasio a ducharme) o del barrio.
Me he sentado en el sofá, desconozco cuanto tiempo, mirando
al infinito, con el teléfono móvil en la mano, buscando una solución rápida y
efectiva.
La primera opción que me ha venido a la cabeza ha sido
trabajar desde casa, pero claro, una no puede trabajar dos días seguidos en su
casa cuando tiene reuniones y demás que ya están cerradas para esa misma
mañana.
Así que la segunda opción, repitiendo la jugada de la otra
vez, ha sido llamar a una cigarrería (que es como los chinos en España pero
aquí los llevan los mismos colombianos porque hay poco chino aun) y pedir
veinte litros de agua en garrafas para al menos poder ducharme a “parroquias”.
Con 30.000 pesos menos (10 euros) y cuarenta minutos
después, tras una cocacola ligth y un sándwich de nocilla porque la ansiedad me
ha hecho olvidar que volvía a estar a dieta, ha llegado el señor de la
cigarrería de abajo (si, tardan cuarenta minutos aunque estén en tu misma
manzana) y me ha subido a la mismísima encimera de la cocina cuatro garrafas de
agua embotellada para mi uso exclusivo y personal.
Sonriente y encantado con el “agosto” que se estaba haciendo
a consta de pijas con necesidades imperiosas de higiene personal y cocina, me
ha comentado que había tenido suerte, que eran las últimas garrafas que le
quedaban, y que hasta el miércoles, no venía el repartidor.
No he sabido si sentirme afortunada o la mujer más
desdichada del planeta por saber que, no era cosa del edificio y que en toda mi
manzana no había más agua disponible que la que tenía en mi encimera. Pero
amablemente (haciendo un esfuerzo infernal porque repito, por las mañanas soy
el mismísimo diablo) le he dado su propinita, los buenos días y he cerrado la
puerta aliviada.
Un poquitito para las judías verdes, otro poquitito para
beber y bajar el ultimo trocito de sándwich de nocilla de importación, y estos
cuatro litros más o menos para calentar en la pota grandota para lavarme el
cuerpo.
Tras veinte minutos de cocción y ya llegando demasiado tarde
a la oficina, he echado el agua fría en tina
que compré la última vez que sufrí esta catástrofe y que tiene el tamaño justo
para todo lo que es el aseo personal (lo mismo cabe un pie, que un culo que un
jersey para lavar a mano).
Posteriormente he llevado la tina y la olla al cuarto-ducha
para desde ahí volcar todo el agua hirviendo de la olla grande con el objetivo
de conseguir un agua templadito y en el lugar exacto para no mojar toda la
casa.
Sentía que nada ni nadie podía frenarme, tras tan osada
hazaña. Encantada conmigo misma por lo
rápido que estaba capeando la situación, sabiendo que el olor a cebolleta
francesa desaparecería en cuestión de segundos y que gracias a mi ingenio y
tenacidad, sería la última persona de la carrera cuarta A que disfrutaría del
agua limpia recién comprada.
Transistor en posición, pijama por aquí, braguitas por
allá...
¡Todo preparado!
Pero al volcar toda el agua en el recipiente plástico final,
sin saber cómo ni por qué, además del agua caliente han empezado a aparecer
pequeños trozos de espinacas que el viernes pasado, había hecho en esa misma
cacerola y que se habían camuflado, hasta ese momento, en las negras paredes de
la mejor de todas mis ollas de toda la casa.
¡Cacerola sin fregar!
¡Horror!
Seis litros ¡¡SEIS!! ¿De los veinte que tenía disponibles
echados a perder y volver a esperar a que se calentara?
Ni de coña.
Otra vez, fruto de la desesperación y la capacidad de
supervivencia, he decidido solucionarlo por mi cuenta.
Desnuda, con frío y harta del agüita de los cojones, he ido
hasta la cocina corriendo a coger un colador para cazar cada trocito de
espinaca que hubiera ahí dentro.
No tenía tiempo, ni ganas, ni humor para volver a esperar
veinte minutos de cocción para que el agua se calentara. Y por otra parte, por
qué no decirlo, hay ciertas zonas de mi cuerpo que me niego a mojar con agua
fría a primera hora de la mañana.
Asi que, con las noticias de fondo en mi transistor, de
cuclillas en medio de la ducha-habitación de mi baño, me he dedicado a pescar
espinacas en mi tina azul de emergencia con el escurridor de verduras de
rejilla que SI había fregado el viernes.
Si, sé que es un asco, que todos pensaréis que es lo peor
del planeta, pero me he lavado en ese agua todo lo que un baño polaco requiere
(pies, culo y sobaco).
Convenciéndome a mí misma de que, posiblemente, el caribe en
el que había nadado el día anterior o el mar mediterráneo en el que nos bañamos
todos alguna vez, tienen más bacterias que un balde azul de emergencia con
trocitos de espinacas flotantes sazonado con jabón Dove.
Eso si, me he lavado los dientes, la cara y el cuello con
agua fría directa de la garrafa herméticamente cerrada. Y el pelo, tras lo de las espinacas… ya me ha
parecido excesivo. He tirado de moño alto pegado a la cabeza para que no se
supiera si era sucio o gomina.
A medio día he subido a casa, para saber si tocaba coger
mochila para irme a duchar a casa de alguien o todo había terminado.
Por suerte esta vez, solo ha sido una mañana. En éste país
del realismo mágico, uno nunca sabe si el “ahorita mismo” son unas horas, o una
eternidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario