Esta semana ha sido semana de aclimatación.
Vuelta al trabajo, a la compra, a la tranquilidad de que Paquita se coma mi ropa…
Esas cosas del día a día, ya sabéis.
Después de un viaje de avión tan accidentado o más que los otros dos anteriores, Paquita se ha adaptado mucho mejor.
Su dueño, que la mima más que a nadie en el mundo, le ha traído comidita y premios de España, así que la gata, que vive como una reina, no ha notado casi el cambio, y vuelve a ser feliz persiguiendo alambres del pan bimbo por toda la casa.
Lo que su dueño no pudo traerle, por cuestiones de espacio y peso, es la arenita para los pises que usa en España.
Como Pablo es alérgico al polvo, encontramos una arena que es como de piedras blancas muy chulas que no levanta polvo pero que también se come los olores, acostumbramos a Paqui desde pequeña a hacer pis en eso y ahora no puede vivir sin ella.
En España hay en todas partes, es un poco carilla, pero no hay súper que no te la venda (Bueno, si, el Día no tiene pero porque son cutres de por si).
Así que cuando llegamos a Bogotá y nos dimos cuenta de que no quedaba mucha arena de la que les gusta a los dos, salimos al veterinario del barrio a por ella.
El veterinario de mi barrio, como todo lo de mi barrio, es la cosa más pija del planeta.
Tiene una súper tienda de perros con muchísimos complementos, juguetes, disfraces, medicinas, libros y demás y otra igual, separada por un cristal pero más acogedora, para gatitos. En el piso de arriba están las consultas, (separadas gatos de perros), la zona de hospitalización y las guarderías de corta estancia.
Como es un veterinario pijo, siempre han tenido la arenita de Paqui, así que fuimos a tiro hecho. Pero al llegar allí cual fue nuestra sorpresa, que en el hueco de su arena delux no había nada de nada.
Nerviosos, pensando en la inestabilidad de nuestra gata maniática y déspota (que no me lea Pablo que me mata) corrimos a preguntarle a la dependienta que nos comentó que el proveedor de esa arena no llegaba de vacaciones hasta finales de mes.
Pablo le preguntó por otro proveedor y la señora fue a preguntar a otro compañero por si sabía de alguien, pero tampoco. Le expliqué a la señora nuestra problemática y nos comprendió perfectamente “Pobre prinsesita, con lo que ha viajado, no necesita más stress, ¡Qué pecado!”.
Dimos mil vueltas por la tienda, preocupados pensando en que tal vez ella no lo veía pero nosotros encontraríamos nuestras piedritas blanquiazules y nada.
El domiciliario (que es el que hace los pedidos a domicilio y normalmente son hombres muy trabajadores, de bajo estrato y bastante kinkis que se enfrentan a las duras calles de la ciudad) percibió nuestra preocupación y debió escuchar nuestro problema. Así que sin dirigirse hacia a nosotros, extranjeros de altísimo estrato con grandes preocupaciones como dónde va a mear su gato. Le explicó a la dependienta algo que no pudimos escuchar.
Ella vino a nosotros dando pasitos cortos y rápidos desde el otro lado de la tienda y nos dijo señalando al hombre que cargaba en su hombro un pienso de gato contra las bolas de pelo.
“Mi compañero dice, que aquí mismo, en “La Caracas” con setenta y dos hay un agrocentro que venden seguro”.
¿En la Caracas? Preguntó Pablo mientras me miraba con los ojos muy abiertos intentando que yo dijera algo que solucionara el persistente problema.
“Si, aquí mismito, no más” dijo con timidez pero mucho interés, el señor domiciliario desde la otra punta de la tienda.
Sin hablar mucho y agradeciéndoles a ambos su amabilidad con mucho énfasis como se merecían, salimos del veterinario hacia casa para poder meditar el problema juntos y a solas.
Teníamos que ir a por la arena, estuviera en la Caracas o estuviera en Candanchú.
La Caracas es una de las calles más emblemáticas de la ciudad, sus 28 kilómetros de largo y sus cinco carriles de ancho van desde la calle 76 a la 40 sur cruzando barrios, gremios y zonas que no verás en ningún otro lugar.
La Caracas sería, para que os hagáis una idea, la carrera veinte en algunos barrios, la dieseis a la altura del mío. (Yo vivo en la cuarta)
Hace un año, os diría que a La Caracas es mejor no bajar, hoy, que ya empiezo a saber quién es quién en ésta ciudad, os digo que hay que ir con cuidado y que desde luego la Caracas tiene su propio horario: de 08.00 a 17.45.
Es decir, de día y cuando los miles de comercios de cosas baratujas están abiertos.
En la Caracas no hay ningún comercio que venda cosas auténticas, ni cosas caras y en algunas zonas tampoco legales. En la Caracas se venden perros de dudosa procedencia, tornillos torcidos, armas, drogas, bombillas fundidas y maletas de un solo viaje. Los comercios, en según que barrios, se alternan con vendedores ambulantes, puestos de arepas y moteles donde amarse por horas.
En otras zonas, los garajes de motos se alternan con jonkis, habitantes de la calle y almas en pena que no saben ni donde están.
La Caracas nace en La Picota, la prisión más grande de Bogotá donde está recluido nuestro famoso vecino violador y asesino.
A algunas cuadras de allí se cruza con la zona de las tiendas de lavadoras y electrodomésticos de dudosa procedencia y mejor calidad.
Sigue hacia el norte pasando por la zona de los Sobanderos, profesionales sin título ni carrera que sobándote te arreglan lesiones, dolores y hasta mal de amores.
Allí acuden en mandada, personas de toda índole buscando remedios que no han encontrado en las cartas del famosísimo chamán, el Indio Amazónico, de la Caracas con treinta y nueve.
A la altura de la calle trece o catorce, se cruza con el mercado de San Vitorino, donde puedes encontrar camisetas de todos los equipos de futbol del mundo a menos de diez euros, con los escudos bordados y el nombre y número que a ti te apetezca en menos de diez minutos, así como vestidos de princesa para la puesta de largo de quince años con volantes y muchos brillis brillis.
A diez cuadras de allí siguiendo hacia el norte, la Caracas se tiñe de vicio y pasión, iluminada con luces de neón y elegancia exuberante latina, en el mayor puticlub “normal” (no para ricos) de la ciudad, La Piscina, que como buen puti tiene otro puti enfrente, el Castillo, que le regatea los precios siguiendo la ley de la oferta y la demanda dando lo mejor de todo Latinoamérica con mucho cariño y amor.
Pero la cuadra de El Castillo y La Piscina de la veintidós, no es la única zona para el amor en la Caracas.
La zona de Chapinero, por la 62 o 65 con Caracas, vuelve a oler a cama y placer gracias a los múltiples “Resevados” (Que son Putis con horarios diurnos que cierran a eso de las tres) y de los Moteles, que a diferencia de los moteles de carretera españoles, son hoteles a horas donde, como me dijeron un día en la oficina “Van con las secretarias cuando se necesita un poquitico de amor”.
Y claro está, por la noche, cualquier esquina y acera es buena para un aquí te pillo, aquí te mato entre habitantes de la calle, adictos y demás.
Diana y yo, en esos viajes que empiezan a las 05.00 para coger el vuelo más barato con destino cualquier lugar, nos hemos cruzado en la Caracas, con escenas de sexo de lo más explícito desde nuestro taxi con los pestillos bajados al amanecer…
Allá por la cincuenta, están las tiendas donde se venden animales vivos, ilegales, exóticos o de andar por casa. Están llenas de labradores que son mil leches pintados de negro, pollitos de colores, iguanas muy tiesas que no se distingue si están disecadas o vivas y otra lista de atrocidades animalisticas...
Tras el levantamiento del “Bronx” de Bogotá (el mayor mercado de la droga de la capital) el pasado año, muchos de sus habitantes se han instalado a la altura de la sesenta, coincidiendo con Moteles y tiendas de piezas de motos, los jonkis se esparcen por las aceras, tirados sin ningún orden ni concierto. Por las noches, se reúnen en las anchas aceras entorno a fuegos improvisados en barriles de gasolina contando historias y viendo coches pasar.
Y en la setenta y dos, allí donde nos había dicho el domiciliario, están las tiendas de animales.
Tiendas de animales no significa tiendas de cositas para perros y gatos sino tiendas enormes en las que lo mismo encuentras un ordeñador de vacas, que una súper maquinilla para esquilar ovejas o un parquecito para perros de tamaño de una rata. ¿Quién compra un esquila ovejas en medio de la ciudad? Pues no lo se, pero el caso, es que a trece calles de mi casa, en la Caracas con setenta y dos, hay una zona con grandes almacenes para animales que nunca había ido hasta ahora que tienen de todo.
El sábado por la mañana nos vestimos propiamente para bajar a la Caracas. Somos unos cagados, así que nos fuimos sin joyas, sin bolso, ni pintas de pijos de ciudad. Andandito de la mano y con aparente despreocupación hacia nuestro objetivo. Todo por que Paqui hiciera pis contenta.
Al llegar a la Caracas, por la setenta y dos tuvimos que preguntar a un par de señoras con pinta de buenas madres que detrás de sus mostradores vendían arepas y cobre (respectivamente) y la segunda, que tenía pinta de haber vivido toda su vida entre cobre y otros alambres dignos de venderse en la Caracas nos explicó señalando con los labios que estaba mas adelantico. Pablo preguntó cuanto de “adelantico” (por no tener que andar muchas cuadras dando papaya y llamando la atención) Aquí no más, a una cuadrita y media.
Le dimos las gracias y a paso firme y apretándonos la mano como si eso nos fuera a ayudar en algo, cruzamos una cuadra con cuatro tiendas de bombillas, llaves y cerraduras hasta encontrarnos con el Agrocentro.
Allí, en la sección de gatos, encontramos por fin la arenita de la gatita de marras que costaba cuatro veces más que en Madrid y dos más que en nuestro veterinario pijo.
Cogimos dos bolsitas, pagamos y al salir, ya hasta viéndonos fuertes por tan tremenda hazaña conseguida, nos paramos a preguntar a una de las tiendas de candados por uno de clave para el gimnasio.
El dependiente, al oir nuestro acento, tan extraño por esos lares, nos dijo que costaba el triple de lo que debía costar, devolviéndonos a nuestra realidad de que ese no era nuestro barrio.
Nos despedimos muy amables, cruzamos los cinco carriles de La Caracas con la setenta y dos, cargando con la arena exclusiva, subimos dos cuadras más y de nuevo volvimos a nuestra burbuja, en la que los limpiabotas te llaman “Su mercé” y los centros comerciales tienen guardias de seguridad.
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