lunes, 30 de enero de 2017

Menú llanero

Este fin de semana he estado en Villavicencio, la capital del Departamento del Meta, que es a su vez, la capital “llanera” por excelencia y la ciudad más cercana a Bogotá.

Villavicencio es feo, caluroso, (más que caluroso bochornoso), paleto y algo inseguro.

Pero nuestra visita estaba más que justificada,  teníamos que ir a ver a mi amiga Inés (llamémosla Inés por preservar intimidad) que lleva desde diciembre esperando el reagrupamiento de las tropas de las Farc en sus campamentos de desarme, para meterse con ellos para verificar desde la ONU (ella va como observadora internacional) que todas las armas que dicen que tienen aparecen y se destruyen.

No tiene fecha fija, por eso no puede salir demasiado del Departamento de Meta, así que la mejor opción era ir a verla y  Nxxxx y yo, las únicas chicas que quedamos de la pandilla del año pasado en Bogotá,  buscando algo que hacer y sobre todo por acompañarla y disfrutar de finde de chicas, nos cogimos la mochila rumbo a “Villabo” el sábado a las 06.30 de la mañana.
Realmente, me encantaría contaros la historia de Inés, lo que va a hacer, lo que sabe, lo que no… Es más, cuando iba hacia Villavicencio en un autobús chiquitito sentada junto a Nxxxx cordillera occidental para abajo, entre curva y curva, pensaba que mi escrito de hoy iba a ir sobre eso.

Pero tras hablar con ella durante horas y darme cuenta de los peligros y demás a los que se expone si largo algo, prefiero contaros la otra gran experiencia del finde “Expo Malocas 2017”.

Como no sabíamos qué hacer en una ciudad tan fea como VIllabo, buscando planes de lo más dispar, descubrimos que durante éste fin de semana, se celebraba la mayor exposición de ganado y coleo de todos los llanos occidentales; ExpoMalocas, y nos marcamos como objetivo acudir como tres lugareñas más a un lugar tan selecto como ese.

Antes de comenzar mi descripción del lugar, deberíamos dejar claro un concepto básico;

Los Llanos.

¿Qué son los Llanos?

A Colombia la atraviesan tres cordilleras andinas, desde el noreste al sureste, y en el triangulito que queda más debajo de Bogotá, sin llegar a ser selva a aún, están los Llanos Orientales que ocupan una vasta extensión de los Departamentos del Meta, Vichada, Casanare y en Venezuela otra gran parte de territorio. A los Llanos también se le llama la región de Orinoquia, por el río Orinoco, que la cruza, pero lo que caracteriza éste área por encima de todo es su cultura.

La cultura llanera se nutre de la actividad principal de sus habitantes, la ganadería bovina. Es decir, los llaneros son los cowboys colombo-venezolanos sin tener ni idea hace dos siglos (que es cuando florece este orgullo por los Llanos) que en los Estados Unidos de América se estaba forjando algo parecido.

Ayer, contándoles a mis primos y tíos (los que vivieron en Dallas) mi experiencia, llegué a la conclusión, que Los Llanos, tal vez, es el Texas de Colombia.

Los llaneros visten de vaqueros, botas, camisas blancas y gorros de copa y ala ancha, que a diferencia de los gringos, suelen ser como sus camisas, de color blanco. Los llaneros son gente de campo, de familia, no demasiado tolerantes y de tradición católica. Son derechosos, amigos durante unos años de los paramilitares y defensores de lo que es suyo.

Tienen una historia diferenciada, un orgullo propio, que aunque menos conocido que el Paisa de Antioquia, es igual de extenso y diferenciador.

Aprovechan cada momento para beber guaro (como todos los demás colombianos) y montar “joropos” que son parrandas (como ellos dicen) de la música típica de aquí que se baila por parejas y no es nada sensual (a diferencia de todos los demás bailes caribeños) sino más bien de taconeo y giro y se toca con arpa, guitarra pequeñita y maracas.

Los Llaneros, son vistos en algunos círculos urbanos con desprecio, como si fueran más brutos, más cerraditos… Pero como dice el Papa, ¿quién soy yo para juzgar?, a mí me parecen muy folclóricos y como bien sabéis, para mi donde hay folclor… ¡Hay alegría!

Así que el sábado a las 11.00 de la mañana, el “Tridente” (Como nos hacemos llamar las tres supervivientes del 2016) nos dirigimos junto con una canadiense, compañera del “trabajo” de Inés, a ExpoMalocas 2017.

De las 50.000 personas que visitaron ExpoMalocas éste fin de semana, creo que las únicas extranjeras que había en todo el recinto (sin contar venezolanos ricachones que pueden permitirse cruzar la frontera) éramos nosotras. Y en Colombia, como os he comentado alguna vez, cuando eres extranjero, se te trata muchísimo mejor que al autóctono.

Así que, ni cortas ni perezosas nos recorrimos todos los puestos, preguntando y enriqueciéndonos de la cultura local, a Nxxxxx le hizo una entrevista la tele local, nos hicimos fotos con presidentes de asociaciones gremiales (como las famosas) preguntamos por las vacas más grandes, las más pequeñas…. La amiga de Inés, iba y volvía detrás de nosotras, intentando seguirnos el ritmo de españolas asentadas en Colombia desde hace más de dos años…

Nos enteramos porqué las vacas llaneras no tenían cuernos y nos llevamos la desilusión al enterarnos que era algo puramente estético y que desde pequeñitas se les quemaban… Todas comentamos la burrada que nos parecía esa práctica y Jaqueline, intrigada, nos volvió a preguntar varias veces si estábamos seguras que habíamos entendido bien que era algo estético y no funcional…

Vimos a la vaca más bonita de todo Orinoquia, el semental más cotizado del Meta que pedía mimitos detrás de su vaya de dos metros moviendo su cuerpecito de 1.100 kilos para coger postura mientras le acariciabas…

Pisamos cacas, tragamos polvo, aprendimos de tipos de vacas llaneras de bocas de ganaderos orgullosos...

Los autóctonos, no paraban de repetirnos que debíamos volver al día siguiente, que lo mejor de expoMalocas, era el “coleo”.

Nosotras no parábamos de sonreír, agradecer, alabar el género, hacernos fotos como japonesas en cualquier esquina y traducir términos llaneros a Jackeline, la canadiense, que aun sonriente, de vez en cuando mostraba  cara de agobio.

 A la una, cuando habíamos visto todo menos el espectáculo de ejercicios de pastoreo, nos sentamos en el único lugar de comidas del recinto, donde un grupo tocaba joropo a todo trapo y los lugareños bailaban con sus mujeres entre las mesas, mientras esperaban sus platos de carne a la llanera.

 Los camareros de camisa blanca y sombrero llanero,  nos prepararon la mesa, mientras buscábamos en google qué coño era el “Coleo” que tanto nos recomendaban para el día siguiente.

Jackeline escribía whatsapps desde su silla, mientras Inés, Nxxxx y yo con los ojos como platos, veíamos la final del mundial de coleo del año pasado.

 ¡Qué barbaridad!

El coleo consiste en que dos llaneros a caballo, salen corriendo detrás de una fornida res, le agarran de la cola, y antes de que termine el pasillito donde corren como locos, tienen que tirarla al suelo únicamente mediante al tirón de rabo.

Como podéis imaginar, de la velocidad que llevan, las vueltas de campana que da la vaca al recibir el tirón, son infinitas y muchas ya no pueden levantarse por grandes lesiones del golpazo. Una cosa muy bruta, vamos…

Pero, vuelvo yo a nombrar al Papa, (es que me acabo de ver la docu-serie de su vida y estoy muy fan) ¿Quién soy yo para juzgar el coleo viniendo del país de los toros y los encierros?

Total, que ahí estábamos esperando a que nos atendieran, escuchando joropo a todo volumen, con el móvil de Nxxxxx mostrándonos las imágenes, completamente embaucadas observando la técnica de los finalistas del año pasado, cuando nos dimos cuenta de que Jacqueline, había dejado de mirar su móvil y centraba sus grandes ojos hasta ahora sonrientes en el vídeo de Nxxxx.

La pobre cambió completamente de semblante, alejándose del teléfono y dejando la mirada fija y perdida mientras apoyaba su cuerpo en el respaldo de la silla de madera en la que estaba sentada, como alejándose no solamente de la realidad que plasmaba youtube sino de toda en general, dijo muy suavemente, “Yo, prefierou no venihr maniana” .

Nosotras secundamos su propuesta, y le dijimos, quitándole hierro al asunto, que también pasábamos, que no éramos tan Llaneras como para disfrutar del espectáculo, así que intentando cambiar de tema, pedimos la carta para saber qué comer.

Ni carta ni leches, en el Llano sólo hay carne a la Llanera, y en ExpoMalocas no iba a ser menos.

“ Lo que podemos ofrecerles es, res a la llanera, cerdo a la llanera, sopa a la llanera y pato criollo.”

¿Pato? Dijo Jacqueline y todas miramos al camarero haciéndonos la misma pregunta.

“Pa quien no le guste la buena carne” respondió entre risas camarero llanero.

Entonces ocurrió algo que hizo que entendiéramos todo lo que habíamos vivido con Jacqueline hasta entonces. Jacqueline salió del armario y anunció ante el camarero llanero, de manera valiente y entera su “vegetarianeidad animalista”.

Nxxxxx soltó “me cago en la puta” muy de Orihuela y yo, sin saber qué hacer, me mordí el labio de abajo intentando empatizar con la canadiense y sus dos horas de sufrimiento e incomprensión, esperando a que Inés nos saliera con algo para arreglarlo.

Mi amiga, que ya va para dos meses en el Llano, intentó suavizar con el camarero, que sin entender nada tuvo que llamar a su encargado para poder darle de comer algo a la gringa.

¿Pero nada que haya tocado carne? Le preguntaba hablando alto el encargado a Jacqueline, que intentando ser lo más educada posible explicaba despacio y sin perder la expresión amable que ella no quería animalitos en su cocina.

El camarero se llevaba las manos a la cabeza, el encargado daba opciones que siempre terminaba llevando carne, pero nada, que no daban con la solución…

¿No tienen ni siquiera arepas? Preguntó Nxxxxx, ¿El arroz que tradicionalmente acompaña a la carne? Dijo Inés.

Los dos señores, fuera completamente de su zona de confort, se retiraron a hablarlo con las cocineras, que desde lo lejos, nos miraban con cara dubitativa, como si no fuéramos de fiar por contar en nuestras filas con una vegetariana…

Tras el gabinete de crisis, volvieron a acercarse para pedirnos más tiempo y de paso para tomar nota de lo que íbamos a pedir las carnívoras del grupo de extranjeras.

En 20 minutos nuestras carnes llegaban a la mesa de manos del camarero, y detrás de él, triunfante, el encargado sostenía un plato con mazorca de maíz, arroz, y una gelatina rara que ni Jacqueline ni yo supimos diferenciar a simple vista.

Lo agradecimos infinitamente y nos pusimos a comer felices las cuatro comentando sobre el plan alternativo para el día siguiente… 

Jaqueline empezó con el arroz, pero al llegar a la gelatina rara, la pobre, entró en shock, se llevó la primera porción a la boca y en cuanto lo saboreó, puso una cara de asco horrible. Inmediatamente soltó el tenedor y con tono de desesperación, desilusión y algo de asco,  afirmó lo que todas sospechábamos… la gelatina era carne.

La pobre, no volvió a ser la misma en todo el día.

Fuimos a ver los trabajos de campo (nada agresivos) y ni siquiera quiso sentarse en la grada.
Se quedó en los puestos de cacao y desarrollo de economía rural que patrocinaba el Ministerio de Agricultura preguntando por tés, frutas y procesos del cacao y el café.

Cuando dijimos que nos íbamos para casa, la pobre fue la primera en subirse al taxi...
Por la noche, en la discoteca del pueblo, volvió a brillar como cuando la recogimos por la mañana y me quedé más tranquila.

El caso es que no paro de pensar en ella… en que se va para la selva, y que si los Llaneros son cuadriculados… los selváticos lo son  aún más, y no sé si acabará hasta las narices de frijoles y arroz… Pobre Jacqueline, se mete en la boca del lobo…

lunes, 23 de enero de 2017

Baño polaco

Éste fin de semana, hemos estado en la playa.

Previendo este bajón posvacacional y demotivador que tiene volver al otro lado del mundo sin vosotros, Diana me recomendó antes de irse, que planificara algo para enero para darme un poco de vidilla y recordar lo bueno de aquí. Así que en noviembre, compramos unos billetes a Cartagena para irnos a Isla Grande en plan señores un fin de semana.

Nos han timado por todos los lados (muy colombiano), porque nos dijeron un precio que no era y luego tampoco nos explicaron que por tener visa de trabajo teníamos que pagar el 20% más correspondiente a los impuestos nacionales. Total, que hemos vuelto pobres de pedir, pero muy contentos del calorcito, el buceo, el padle surf, la naturaleza y la tranquilidad.

Llegamos ayer a la una de la mañana, la casa estaba fría y Paqui, como suele hacer cuando la dejamos sola un par de días, nos echó la bronca a grito pelado, por no haber avisado de que no íbamos a estar con ella en todo el fin de semana.
Durante los quince minutos que aguanté despierta, no hizo más que maullar alto y revozarse contra nuestras piernas en señal de protesta.

Yo estaba cansadísima, tanto, que dejé el bañador mojado en el tendedero, me lavé los dientes y me metí en la cama sin mediar palabra. Con el pelo sucio y seco de tanto sol costeño  y oliendo a sudor de calorcito cartagenero.

Pablo, que no se había dado una ducha de agua dulce en la playa antes de irnos de allí (como hice yo) y no hay cosa que le mole más que meterse en la cama recién duchadito, aprovechó la ocasión para darse un remojón calentito en la habitación que tenemos como ducha (es enorme, creo que os lo he dicho otras veces, pero es lo mejor de la casa. Cabemos 10 y la alcachofa es gigantesca… Sabéis que está a vuestra entera disposición cuando vengáis a visitarnos).

Cuando empañó todos los cristales de la casa y tuvo los dedos rechumidos, se metió en la cama a mi ladito,  Me dio un beso de buenas noches que recibí entre sueños y ronquidos. Creo que me dijo algo, pero ni le entendí.

Paquita pidió entrada bajo el edredón, con un maullido más suave y seductor, se acurrucó  entre Pablo y yo, porque, a pesar de su enfado, los seis grados de la calle en una casa sin calefacción se notaban…. y nos quedamos acurrucaditos los tres hasta ésta mañana.

Tan cansados debíamos estar, que no hemos escuchado el despertador de Pablo (que suena media hora antes que el mío) y nos hemos despertado con el riiiiing del mío directamente.

Pablo se ha levantado rápido, ha planchado una camisa y antes de que yo saliera de la cama, se estaba tomando un café vestido de señor para irse a trabajar con una pierna ya fuera de casa. Se ha despedido rápidamente de las dos y ha desaparecido rumbo a su oficina.

El caso es que cuando me he levantado, con la radio de fondo escuchando las locuras del Señor Trump en la “Doble U”, cual autómata, me he arrastrado hasta la cocina para hacerme las judías verdes hervidas para mi comida de medio día.

Sin abrir casi los ojos, he cogido la cacerola, la he puesto bajo el grifo, he ido a abrir el agua y…. el grifo tenía poquísima presión.

Mi primer pensamiento, ha sido que  que como otras veces, el portero me había cerrado el agua el fin de semana que no estaba y así que directamente, he llamado a portería. 

“Buenos días señora Cristina, ¿Qué hubo? ¿Qué más? ¿Cómo me le va? ¿Cómo amaneció? ¿En qué le puedo colaborar?”

Yo, que como todo el mundo sabe, por herencia familiar Patiño, por las mañanas no me gusta mucho hablar, le he tenido que
responder a lo colombiano en un tono amable poco habitual en mi, “¿Qué más? ¿Cómo está? ¿Qué tal va la mañana? Qué pena molestarle, pero ¿Será que me han cerrado el agua como la otra vez y se olvidaron de abrilo de nuevo?

El portero, rápidamente, repitiendo el mismo discurso que le ha debido decir a todo el edificio desde primera hora de la mañana, me ha respondido muy cordial como si no pasara nada;

“Qué pena señora Cristina, es que el agua se cortó en la noche tardecito y apenas está regresando. Si espera un poquitico, no más, verá como nos regresa y volvemos a la normalidad”.

Es decir, que no tenía ni puta idea de cuando se había cortado, porque Pablo se había duchado la noche anterior bastante tarde durante horas,  y por tanto no tenía ni puta idea tampoco de cuando iba a volver.

Me he despedido muy amablemente, deseándole buen día, dándole las gracias,  mientras dentro de mi, crecía la rabia y se me cerraba la garganta fruto de la desesperación de la incompetencia general y los malos recuerdos de la última vez que se fue el agua en todo el barrio y no volvió en dos días.

¿Sabéis lo que es en un mundo civilizado en el que tienes que ir a trabajar que no haya agua?

Seguramente, los más aventureros pensaréis “yo estuve en un campamento cuatro días” Mi madre alardeará, que en sus refugios de montaña no hay agua y ella, como mujer limpia que es, hace malabares para cuidar los mínimos, pero… ¿Ir a currar con absoluta normalidad sin agua?

Os juro que es un infierno.

Lo primero de todo, cuando ves que no hay agua, es preguntar a los locales la previsión de que ésta vuelva, ante tú pregunta, ellos te responderán con otra… ¿Pero es en todo el barrio o sólo tu edificio?

La diferencia es igual de desesperante, pero a ellos les importa mucho. Si es en tu barrio, tal vez  tengas la suerte de que viva un influyente hijo de no se quien, o directamente el político de turno, que puede presionar al Acueducto de Bogotá para que venga a arreglar la avería en menos de cuarenta y ocho horas.

Si señores, han oído bien, cuarenta y ocho horas.

Si es en tu edificio… la cosa se complica, porque únicamente el administrador de la finca puede realizar la llamada al fontanero. Si es un administrador de bien, seguramente llame en el mismo día, pero el mío, al que nunca he conseguido escuchar porque no me ha cogido el teléfono jamás, no vive en el edificio y lleva todas las edificaciones de la familia Uribe-Noguera (conocidos mundialmente por tener un asesino violador entre sus miembros) por lo que anda bastante ocupadito…

El fontanero, normalmente no trabaja más tarde de las cuatro. Porque aquí las horas extras y la conciliación familiar se pagan pero bien, así que prefieren soltar el alicate y si no ha podido ayudarte antes de las cuatro, “Qué pena con usted” y se va para su casa.

Así que si te quedas sin agua en un edificio bogotano ,así como así, te toca tener mucha paciencia, mucho dinero y algún amigo para poderte duchar a fondo el tercer día de sequía.

Volviendo a ésta mañana; Ahí estaba yo, oliendo a rallos, con el pelo asqueroso, en pijama y a una hora bastante tardía en la que no tenía ningún amigo aun en casa y sin saber si era avería del edificio (de ésa manera iría al gimnasio a ducharme) o del barrio.

Me he sentado en el sofá, desconozco cuanto tiempo, mirando al infinito, con el teléfono móvil en la mano, buscando una solución rápida y efectiva.

La primera opción que me ha venido a la cabeza ha sido trabajar desde casa, pero claro, una no puede trabajar dos días seguidos en su casa cuando tiene reuniones y demás que ya están cerradas para esa misma mañana.

Así que la segunda opción, repitiendo la jugada de la otra vez, ha sido llamar a una cigarrería (que es como los chinos en España pero aquí los llevan los mismos colombianos porque hay poco chino aun) y pedir veinte litros de agua en garrafas para al menos poder ducharme a “parroquias”.

Con 30.000 pesos menos (10 euros) y cuarenta minutos después, tras una cocacola ligth y un sándwich de nocilla porque la ansiedad me ha hecho olvidar que volvía a estar a dieta, ha llegado el señor de la cigarrería de abajo (si, tardan cuarenta minutos aunque estén en tu misma manzana) y me ha subido a la mismísima encimera de la cocina cuatro garrafas de agua embotellada para mi uso exclusivo y personal.

Sonriente y encantado con el “agosto” que se estaba haciendo a consta de pijas con necesidades imperiosas de higiene personal y cocina, me ha comentado que había tenido suerte, que eran las últimas garrafas que le quedaban, y que hasta el miércoles, no venía el repartidor.

No he sabido si sentirme afortunada o la mujer más desdichada del planeta por saber que, no era cosa del edificio y que en toda mi manzana no había más agua disponible que la que tenía en mi encimera. Pero amablemente (haciendo un esfuerzo infernal porque repito, por las mañanas soy el mismísimo diablo) le he dado su propinita, los buenos días y he cerrado la puerta aliviada.

Un poquitito para las judías verdes, otro poquitito para beber y bajar el ultimo trocito de sándwich de nocilla de importación, y estos cuatro litros más o menos para calentar en la pota grandota para lavarme el cuerpo.

Tras veinte minutos de cocción y ya llegando demasiado tarde a la oficina, he echado el agua fría en  tina que compré la última vez que sufrí esta catástrofe y que tiene el tamaño justo para todo lo que es el aseo personal (lo mismo cabe un pie, que un culo que un jersey para lavar a mano).
Posteriormente he llevado la tina y la olla al cuarto-ducha para desde ahí volcar todo el agua hirviendo de la olla grande con el objetivo de conseguir un agua templadito y en el lugar exacto para no mojar toda la casa.

Sentía que nada ni nadie podía frenarme, tras tan osada hazaña.  Encantada conmigo misma por lo rápido que estaba capeando la situación, sabiendo que el olor a cebolleta francesa desaparecería en cuestión de segundos y que gracias a mi ingenio y tenacidad, sería la última persona de la carrera cuarta A que disfrutaría del agua limpia recién comprada.

Transistor en posición, pijama por aquí, braguitas por allá...
¡Todo preparado!
Pero al volcar toda el agua en el recipiente plástico final, sin saber cómo ni por qué, además del agua caliente han empezado a aparecer pequeños trozos de espinacas que el viernes pasado, había hecho en esa misma cacerola y que se habían camuflado, hasta ese momento, en las negras paredes de la mejor de todas mis ollas de toda la casa.

¡Cacerola sin fregar!
¡Horror!

Seis litros ¡¡SEIS!! ¿De los veinte que tenía disponibles echados a perder y volver a esperar a que se calentara?

Ni de coña.

Otra vez, fruto de la desesperación y la capacidad de supervivencia, he decidido solucionarlo por mi cuenta.
Desnuda, con frío y harta del agüita de los cojones, he ido hasta la cocina corriendo a coger un colador para cazar cada trocito de espinaca que hubiera ahí dentro.

No tenía tiempo, ni ganas, ni humor para volver a esperar veinte minutos de cocción para que el agua se calentara. Y por otra parte, por qué no decirlo, hay ciertas zonas de mi cuerpo que me niego a mojar con agua fría a primera hora de la mañana.

Asi que, con las noticias de fondo en mi transistor, de cuclillas en medio de la ducha-habitación de mi baño, me he dedicado a pescar espinacas en mi tina azul de emergencia con el escurridor de verduras de rejilla que SI había fregado el viernes.

Si, sé que es un asco, que todos pensaréis que es lo peor del planeta, pero me he lavado en ese agua todo lo que un baño polaco requiere (pies, culo y sobaco).

Convenciéndome a mí misma de que, posiblemente, el caribe en el que había nadado el día anterior o el mar mediterráneo en el que nos bañamos todos alguna vez, tienen más bacterias que un balde azul de emergencia con trocitos de espinacas flotantes sazonado con jabón Dove.

Eso si, me he lavado los dientes, la cara y el cuello con agua fría directa de la garrafa herméticamente cerrada. Y el  pelo, tras lo de las espinacas… ya me ha parecido excesivo. He tirado de moño alto pegado a la cabeza para que no se supiera si era sucio o gomina.

A medio día he subido a casa, para saber si tocaba coger mochila para irme a duchar a casa de alguien o todo había terminado.

Por suerte esta vez, solo ha sido una mañana. En éste país del realismo mágico, uno nunca sabe si el “ahorita mismo” son unas horas, o una eternidad.



lunes, 16 de enero de 2017

La Caracas

Esta semana ha sido semana de aclimatación.

Vuelta al trabajo, a la compra, a la tranquilidad de que Paquita se coma mi ropa…

Esas cosas del día a día, ya sabéis.

Después de un viaje de avión tan accidentado o más que los otros dos anteriores, Paquita se ha adaptado mucho mejor.

Su dueño, que la mima más que a nadie en el mundo, le ha traído comidita y premios de España, así que la gata, que vive como una reina, no ha notado casi el cambio, y vuelve a ser feliz persiguiendo alambres del pan bimbo por toda la casa.
Lo que su dueño no pudo traerle, por cuestiones de espacio y peso, es la arenita para los pises que usa en España.

Como Pablo es alérgico al polvo, encontramos una arena que es como de piedras blancas muy chulas que no levanta polvo pero que también se come los olores, acostumbramos a Paqui desde pequeña a hacer pis en eso y ahora no puede vivir sin ella.

En España hay en todas partes, es un poco carilla, pero no hay súper que no te la venda (Bueno, si, el Día no tiene pero porque son cutres de por si).

Así que cuando llegamos a Bogotá y nos dimos cuenta de que no quedaba mucha arena de la que les gusta a los dos, salimos al veterinario del barrio a por ella.

El veterinario de mi barrio, como todo lo de mi barrio, es la cosa más pija del planeta.

Tiene una súper tienda de perros con muchísimos complementos, juguetes, disfraces,  medicinas, libros y demás y otra igual, separada por un cristal pero más acogedora, para gatitos.  En el piso de arriba están las consultas, (separadas gatos de perros), la zona de hospitalización y las guarderías de corta estancia.

Como es un veterinario pijo, siempre han tenido la arenita de Paqui, así que fuimos a tiro hecho. Pero al llegar allí cual fue nuestra sorpresa, que en el hueco de su arena delux no había nada de nada.

Nerviosos, pensando en la inestabilidad de nuestra gata maniática y déspota (que no me lea Pablo que me mata) corrimos a preguntarle a la dependienta que nos comentó que el proveedor de esa arena no llegaba de vacaciones hasta finales de mes.

Pablo le preguntó por otro proveedor y la señora fue a preguntar a otro compañero por si sabía de alguien, pero tampoco. Le expliqué a la señora nuestra problemática y nos comprendió perfectamente “Pobre prinsesita, con lo que ha viajado, no necesita más stress, ¡Qué pecado!”.

Dimos mil vueltas por la tienda, preocupados pensando en que tal vez ella no lo veía pero nosotros encontraríamos nuestras piedritas blanquiazules y nada.

El domiciliario (que es el que hace los pedidos a domicilio y normalmente son hombres muy trabajadores, de bajo estrato y bastante kinkis  que se enfrentan a las duras calles de la ciudad) percibió nuestra preocupación y debió escuchar nuestro problema. Así que sin dirigirse hacia a nosotros, extranjeros de altísimo estrato con grandes preocupaciones como dónde va a mear su gato. Le explicó a la dependienta algo que no pudimos escuchar.

Ella vino a nosotros dando pasitos cortos y rápidos desde el otro lado de la tienda y nos dijo señalando al hombre que cargaba en su hombro un pienso de gato contra las bolas de pelo.

“Mi compañero dice, que aquí mismo, en “La Caracas” con setenta y dos hay un agrocentro que venden seguro”.
¿En la Caracas? Preguntó Pablo mientras me miraba con los ojos muy abiertos intentando que yo dijera algo que solucionara el persistente problema.

“Si, aquí mismito, no más” dijo con timidez pero mucho interés, el señor domiciliario desde la otra punta de la tienda.
Sin hablar mucho y agradeciéndoles a ambos su amabilidad con mucho énfasis como se merecían, salimos del veterinario hacia casa para poder meditar el problema juntos y a solas.

Teníamos que ir a por la arena, estuviera en la Caracas o estuviera en Candanchú.

La Caracas es una de las calles más emblemáticas de la ciudad, sus 28 kilómetros de largo y sus cinco carriles de ancho van desde la calle 76 a la 40 sur cruzando barrios, gremios y zonas que no verás en ningún otro lugar.

La Caracas sería, para que os hagáis una idea,  la carrera veinte en algunos barrios, la dieseis a la altura del mío. (Yo vivo en la cuarta)

Hace un año, os diría que a La Caracas es mejor no bajar, hoy, que ya empiezo a saber quién es quién en ésta ciudad, os digo que hay que ir con cuidado  y que desde luego la Caracas tiene su propio horario: de 08.00 a 17.45.

Es decir, de día y cuando los miles de comercios de cosas baratujas están abiertos.

En la Caracas no hay ningún comercio que venda cosas auténticas, ni cosas caras y en algunas zonas tampoco legales.  En la Caracas se venden perros de dudosa procedencia, tornillos torcidos, armas, drogas, bombillas fundidas y maletas de un solo viaje. Los comercios, en según que barrios, se alternan con vendedores ambulantes, puestos de arepas y moteles donde amarse por horas. 

En otras zonas, los garajes de motos se alternan con jonkis, habitantes de la calle y almas en pena que no saben ni donde están.
La Caracas nace en La Picota, la prisión más grande de Bogotá donde está recluido nuestro famoso vecino violador y asesino.

A algunas cuadras de allí se cruza con la zona de las tiendas de lavadoras y electrodomésticos de dudosa procedencia y mejor calidad.

Sigue hacia el norte pasando por la zona de los Sobanderos, profesionales sin título ni carrera que sobándote te arreglan lesiones, dolores y hasta mal de amores.

Allí acuden en mandada, personas de toda índole buscando remedios que no han encontrado en las cartas del famosísimo chamán, el Indio Amazónico, de la Caracas con treinta y nueve.

A la altura de la calle trece o catorce, se cruza con el mercado de San Vitorino, donde puedes encontrar camisetas de todos los equipos de futbol del mundo a menos de diez euros, con los escudos bordados y el nombre y número que a ti te apetezca en menos de diez minutos, así como vestidos de princesa para la puesta de largo de quince años con volantes y muchos brillis brillis.

A diez cuadras de allí siguiendo hacia el norte, la Caracas se tiñe de vicio y pasión, iluminada con luces de neón y elegancia exuberante latina, en el mayor puticlub “normal” (no para ricos) de la ciudad,  La Piscina, que como buen puti tiene otro puti enfrente, el Castillo, que le regatea los precios siguiendo la ley de la oferta y la demanda dando lo mejor de todo Latinoamérica con mucho cariño y amor.

Pero  la cuadra de El Castillo y La Piscina de la veintidós, no es la única zona para el amor en la Caracas.

La zona de Chapinero, por la 62 o 65 con Caracas, vuelve a oler a cama y placer gracias a los múltiples “Resevados” (Que son Putis con horarios diurnos que cierran a eso de las tres) y de los Moteles, que a diferencia de los moteles de carretera españoles, son hoteles a horas donde, como me dijeron un día en la oficina “Van con las secretarias cuando se necesita un poquitico de amor”.

Y claro está, por la noche, cualquier esquina y acera es buena para un aquí te pillo, aquí te mato entre habitantes de la calle, adictos y demás.

Diana y yo, en esos viajes que empiezan a las 05.00 para coger el vuelo más barato con destino cualquier lugar, nos hemos cruzado en la Caracas, con escenas de sexo de lo más explícito desde nuestro taxi con los pestillos bajados al amanecer…

Allá por la cincuenta, están las tiendas donde se venden animales vivos, ilegales, exóticos o de andar por casa. Están llenas de labradores que son mil leches pintados de negro, pollitos de colores, iguanas muy tiesas que no se distingue si están disecadas o vivas  y otra lista de atrocidades animalisticas...

Tras el levantamiento del “Bronx” de Bogotá (el mayor mercado de la droga de la capital) el pasado año, muchos de sus habitantes se han instalado a la altura de la sesenta, coincidiendo con Moteles y tiendas de piezas de motos, los jonkis se esparcen por las aceras, tirados sin ningún orden ni concierto. Por las noches, se reúnen en las anchas aceras entorno a fuegos improvisados en barriles de gasolina contando historias y viendo coches pasar.

Y en la setenta y dos, allí donde nos había dicho el domiciliario, están las tiendas de animales.

Tiendas de animales no significa tiendas de cositas para perros y gatos sino tiendas enormes en las que lo mismo encuentras un ordeñador de vacas, que una súper maquinilla para esquilar ovejas o un parquecito para perros de tamaño de una rata. ¿Quién compra un esquila ovejas en medio de la ciudad? Pues no lo se, pero el caso, es que a trece calles de mi casa, en la Caracas con setenta y dos, hay una zona con grandes almacenes para animales que nunca había ido hasta ahora que tienen de todo.

El sábado por la mañana nos vestimos propiamente para bajar a la Caracas. Somos unos cagados, así que nos fuimos sin joyas, sin bolso, ni pintas de pijos de ciudad. Andandito de la mano y con aparente despreocupación hacia nuestro objetivo. Todo por que Paqui hiciera pis contenta.

Al llegar a la Caracas, por la setenta y dos tuvimos que preguntar a un par de señoras con pinta de buenas madres que detrás de sus mostradores vendían arepas y cobre (respectivamente) y la segunda, que tenía pinta de haber vivido toda su vida entre cobre y otros alambres dignos de venderse en la Caracas nos explicó señalando con los labios que estaba mas adelantico. Pablo preguntó cuanto de “adelantico” (por no tener que andar muchas cuadras dando papaya y llamando la atención) Aquí no más, a una cuadrita y media.

Le dimos las gracias y a paso firme y apretándonos la mano como si eso nos fuera a ayudar en algo, cruzamos una cuadra con cuatro tiendas de bombillas, llaves y cerraduras hasta encontrarnos con el Agrocentro.

Allí, en la sección de gatos, encontramos por fin la arenita de la gatita de marras que costaba cuatro veces más que en Madrid y dos más que en nuestro veterinario pijo.

Cogimos dos bolsitas, pagamos y al salir, ya hasta viéndonos fuertes por tan tremenda hazaña conseguida, nos paramos a preguntar a una de las tiendas de candados por uno de clave para el gimnasio.

El dependiente, al oir nuestro acento, tan extraño por esos lares, nos dijo que costaba el triple de lo que debía costar, devolviéndonos a nuestra realidad de que ese no era nuestro barrio.

Nos despedimos muy amables, cruzamos los cinco carriles de La Caracas con la setenta y dos, cargando con la arena exclusiva, subimos dos cuadras más y de nuevo volvimos a nuestra burbuja, en la que los limpiabotas te llaman “Su mercé” y los centros comerciales tienen guardias de seguridad.