lunes, 27 de marzo de 2017

Cumple Guajiro

Mi cumple empezó en la Guajira, que ha sido la última escapadita que nos ha permitido Colombia.

Viaje por todo el Departamento en un 4x4 conducido por alguno de los pocos mestizos o wayuus integrados del lugar, de alguna de las empresas que se dedica a llevar a turistas y a enseñar todo el norte de la zona guajira Wayúu.

La Guajira, es uno de los Departamentos más pobre de Colombia a pesar de ser el más rico en gas, carbón y petróleo.

Su situación geográfica (en el árido norte colombiano frontera con Venezuela) junto con la inmensa corrupción que la invade, hacen que esta tierra sea un quebradero de cabeza de cada uno de los políticos que gobierna éste país.

Como todas las zonas deprimidas de Colombia, se han cebado con sus habitantes, las guerrillas, paramilitares, minería ilegal y narcos. Pero para más inri, La Guajira está poblada en su gran mayoría por indígenas Wayuú que son los que hacen los bolsos esos tan bonitos que todo el mundo quiere y son bastante caros en España.

Los Wayus son bastante proteccionistas de lo suyo, se organizan por su cuenta, son dueños de sus tierras que se extienden entre Colombia y Venezuela (tienen doble nacionalidad) y además de su cultura propia, cuentan con sus autoridades ajenas a las que se rigen todos los demás colombo venezolanos “ los palabreros” que basan su autoridad en el ojo por ojo…

Van a su bola completamente, los conquistadores españoles nunca llegaron a “someterles” así que imaginaros lo duro y rancio que es el pueblo Wayuú.

Viven de sus artesanías, de la pesca y el pastoreo de cabras (chivitos) alternándolo con un curioso sistema que más que simpático, a mí me ha dejado bastante tocada pensando en cómo erradicar este modo de vida, y son los peajes en medio de la nada.

Dado que la Guajira es un desierto en el que los cactus y la maleza baja por un lado y las dunas por otro, no dejan transitar por cualquier lugar, los caminos (porque no hay carretera asfaltada) están bastante marcados  y cada “Ranchería” (Conjunto de casas Wayuu) se organiza para poner cadenas (o telas atadas unas a otras) de un lado a otro del camino para parar a los 4x4 de los turistas y exigirles un peaje.

Lo cobran los niños y las mujeres y los tíos piden de todo: café, agua, caramelos, galletas…

 Lo que les venga en gana…

Lo piden con una sonrisa enorme y unos ojos muy brillantes, bajo el sol infernal, descalzos, despeinados y con ropas de mil colores… pero si no les das lo que ellos quieren, lo exótico de la estampa se vuelve violento, incluso peligroso,  y te tiran piedras sin ningún miramiento.

Así que del camino de Cabo de La Vela a Punta Gallinas (el punto más al norte de Suramérica) paras unas veinticinco o treinta veces para bajar la ventana y darles a los niños lo que te pidan, cuanto más lejos más agua, cuanto más cerca de la civilización más chuches.

Debes calcular que hay una ida y una vuelta, porque como te quedes sin nada… corres un verdadero peligro…

¿Cómo terminar con ésta práctica? Pues realmente no lo sé, lo he pensado mucho… No sé si es culpa del Estado que no les provee de infraestructuras para sacar agua, de los Jefes wayuús que no reparten las ayudas estatales, de los wayuús que pasan de cambiar su manera de vivir, de los turistas que nos alegra ver niños morenitos dando saltos, o bien de las autoridades locales que deberían de hablar con las autoridades wayuus para multar éstos peajes. La cosa es que es un problema que yo no sé por dónde cogerlo…

A lo que vamos, que ésta gente dueña de todas las tierras (y los pequeños hostales de hamacas en los que hemos dormido) , no se juntan demasiado por tercos y porque  además el colombiano de las regiones es muy racista y no le hace mucha gracia juntarse con colombianos de otros colores y estratos…

La noche de mi cumpleaños ya en España (la previa en Colombia) , tras salir del chorro de agua que simulaba ser ducha y vestirme para ir a cenar arroz con algo, escuché cómo Adela y Borja, unos españoles majísimos con los que coincidimos allí, estaban interactuando con los locales. Dejé al pobre Pablo moribundo que se duchara y me acerqué al jolgorio dando saltitos pensando que en España ya era mi cumpleaños…  ( En este punto del relato debo contar que Pablo pasó todo el puente malo de la tripa, y hemos aprendido no hay cosa peor en el mundo mundial que irse a un desierto SIN ÁRBOLES con cagalera…)

Adela y Borja, estaban en la puerta de lo que parecía ser un quiosco, una de las pocas edificaciones de ladrillo del lugar y compartían con los locales la bebida nacional y punto de unión de los colombianos: Unas cervezas.

Atraída por las risas me junté a ellos y a pesar de odiar la cerveza, creí que lo mejor para ser una más y para socializar con los guías y wayúus de área era pedirme una para mi.

Comenzamos con las conversaciones típicas, pero poco a poco empezó a animarse la cosa y apareció el “chirrinchi”.

El Chirrinchi es el agua ardiente casero hecho con agua y panela que pega como si no hubiera un mañana y que los wayúus beben como si fuera agüita de la fuente.

Nuestro guía, Siro, que el pobre le tenía frito a tanta pregunta durante todo el trayecto, me recordó que le había dicho en mitad del camino cuando pasamos por los cementerios wayúus que tenía que probar la bebida que se tomaba en los velatorios y ahí , en ese momento, cuando me acercaba la botella de plástico para servirme un chupito, en ese momento comenzó la fiesta de cumpleaños más exótica de mi vida.

Ese chupito significó romper la barrera entre turistas e indígenas, entre blancos y morenitos, entre wayúus y españoles, entre desérticos y asfálticos. Ese chupito no sólo rompió nuestras diferencias, sino que abrió una caja de risas e historias surrealistas entre los guías y  miles de turistas que habían llegado hasta allí.

La fiesta la controlaba Emilio, el hermano de la dueña del hostal, que gracias sus 180 kilos de peso, sentado en el poyete del kiosco, bebía chirrinchi como si no hubiera mañana.

Nos contó todas sus ideas para atraer turistas y las mentiras que le contó al Departamento para que le dieran la plata para hacer los tours, nos contó que las dunas a las que todos los turistas admiramos las había hecho él a base de carretilla y troncos, que había hecho hacer pis en el depósito de agua a cinco alemanas un día que se había quedado varado y que gracias a eso no solo consiguieron salir de las dunas a cincuenta grados al sol sino que desde entonces su carro era el más rápido de la región. Nos explicó que tenía un chinchorro mágico (una hamaca mágica) que todo hombre que llevaba a una mujer allí, salía “habiéndola preñado”.

En una de éstas, no sé cómo ni porqué (sabéis que lo canto a los cuatro vientos siempre así que intuiréis que debí decírselo yo) se enteró de que era mi cumpleaños, así que empezó a brindar por los treinta y uno y los cinco hijos que tendría, porque es la función de cada mujer,  con el pobre Pablo, que a mi lado, veía como todos íbamos entonándonos todos y él no podía ni oler el aroma de aquel licor.

Cuando la fiesta ya estaba bastante animada, las mujeres, nos llamaron a cenar y mientras, los guías, siguieron bebiendo y bebiendo, lo que nos permitió nivelar el grado de alcoholismo que   sufríamos todos los presentes.

Al terminar la comida, sin saber si volver o no al lugar de los wayúus por no romper las normas de la comunidad,  sin venir a cuento, uno de los hijos de Don Emilio, apareció con un mini pastel sacado de la nada con una vela de iglesia encendida, y detrás de él, cuatro de los diez  guías borrachos le acompañaban entonando el “Que los cumplas feliz”.

No sé si se lo hacen a todos los turistas, el caso es que yo me sentí tan feliz y agradecida, que en vez de comérmelo, decidí romper el hielo de nuevo y llevarles a los hombres wayúu el pastel para que lo disfrutaran ellos, y en medio del subidón, le compré al hombre del pseudo kiosco tres botellas de pirrinchi para bebernos entre todos.

Ahí empezaron a llegar turistas, más hombres de la comunidad y otros habitantes de en medio de la nada y ahí mismo, entorno al señor Emilio, siguieron las risas, las anécdotas y el hermanamiento.

De subidón, me pillé una de las botellas y se las llevé a las señoras, que en la cocina (que no era más que una fogata con una estructura metálica a unos 20 metros de nosotros) asaban peces frescos, mientras otras de cuclillas fregaban en grandes tinas y hablaban wayúu, mientras picaban de los restos de los platos amontonados que habían dejado los gringos.

Otro mundo…. Tímidas, desconfiadas pero también agradecidas por la invitación y sin apenas mirarme a los ojos, bebieron uno o dos chupitos de su local manjar, mientras yo les contaba, para que no se sintieran demasiado “invadidas”, que en mi país, a diferencia de los colombianos, lo del cumpleaños son los que invitan y como ellas habían cocinado para mí, sentía que debía invitarlas a beber.

Me fui rápido, sentí que estaba fuera de lugar, que preferían su anonimato de no mezclarse con los demás y dejándoles una de las botellas para ellas, me despedí educadamente y volviendo a la fiesta de los hombres y turistas, sabiendo que nada podía pasar, puesto que el único sobrio a  100 km a la redonda, era Pablo.

No sé cómo acabó la noche, me desperté feliz, sin resaca, muy abrazadita a Pablo, a pesar del calor infernal del desierto colombiano.

El caso es que el 20 de marzo, cuando volvíamos con nuestro conductor que no parecía que hubiera bebido en su vida, todos los 4x4 que nos cruzábamos Guajira adelante,  se paraban a saludar a la “cumplimentada” que feliz devolvía los saludos, ignorando aun las grandes sorpresas que le depararía ése señalado día…

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