martes, 14 de marzo de 2017

Un guia soltero y honrado en Guasca

Llevábamos dando vueltas más de cuarenta minutos por caminos de tierra que no hacían otra cosa que desembocar en otros caminos de tierra aun más abruptos.

Llevábamos más de cuarenta minutos sin saber dónde estábamos ni hacia dónde debíamos ir para encontrar la carretera “pavimentada”.

Llevábamos más de veinte canciones de mi iPod que no distingue de lugares o situaciones y que alterna Rocío Jurado con Pavarotti pasando por Dade Yankie o la muñeira de Chantada.

Llevábamos demasiado tiempo sin que el GPS nos encontrara, demasiadas curvas sin cruzarnos a nadie que nos pudiera indicar y nos reíamos demasiado como para mostrar preocupación por la situación, cuando a lo lejos se nos apareció él.

En medio de una cuesta de piedras y arena, mientras nosotros subíamos derrapando poco a poco, él bajaba con las piernas separadas y arqueadas lento pero con determinación.

Vestía zapatos viejos, pantalón de tergal negro, sombrero de cuero marrón y por supuesto, y cómo no, una gruesa y cálida ruana gris tradicional del altiplano colombiano.

No sé quién estaba más fuera de lugar, si él en medio de la nada en el campo de Cundinamarca o nosotros en un carro de ciudad, tocando los bajos con cada piedra del camino y sin aparente dirección.

Al llegar nosotros a su altura del camino y él a la nuestra, nos paramos y entonces fue cuando nuestras miradas se cruzaron por primera vez.

Su arrugada piel morena y curtida dejaba ver años y años de campo.

Sus ojos oscuros, vidriosos pero curiosos a la vez que hundidos, narraban las miles de horas  de días enteros habiendo navegando en Club Colombias.

Sus pocos dientes amarillentos que sobresalían de su amplia y amigable sonrisa, explicaban parte de las mil historias que había vivido aquel señor.

Pablo bajó la ventanilla y cual colombiano de pro comenzó con la parrafada básica de saludo local. “Muy buenos días Señor, ¿Cómo está?, ¿Cómo le va?, qué pena, ¿sería usted tan amble de explicarnos cómo llegar a la vereda de Santa Lucía?”.

“Uy… pues por aquí no es. Esta es la vereda de San José” Respondió el hombre mientras apoyaba sus manos en la ventana del coche como queriendo adentrarse en el interior para mirar todo lo que teníamos dentro y comprobar que éramos de fiar.

Ante esa respuesta tan poco esclarecedora, y dos segundos de silencio incómodo de no saber qué decir ante su mirada tan minuciosa al interior del coche alquilado que hacía pocas horas había salido de Bogotá, tuve que replantear la pregunta.

¿Por dónde queda Santa Lucía Señor? ¿Un hotel que se llama El Monte? ¿Usted lo sabe?

- “Pues miren, esta es la de San José, más allá la de Santa Ana, (…)pal otro lado lo de las flores, más allá Guasca… Pero Santa Lucía no escuché yo nunca”
(Otro silencio incómodo)

“Lo que si se es dónde está Guasca,(…) que ahí sale la pavimentada (pavimentada = carretera de asfalto) y allá si le funciona el celular para preguntar y si me llevan les indico”.

Así sin más, sin nosotros decir ni pío, y él sin dejar de hablar y balbucear cosas completamente incomprensibles, el señor aparecido de la nada, estaba encaminándose a la puerta de detrás del coche pidiéndole a Pablo que quitara el seguro y haciendo que él obedeciera sin rechistar.

Abrió la puerta, dejó caer su cuerpo en el asiento de detrás, como hace mi tía nieves cuando descubre un sitio donde sentarse, y muy amablemente nos estrechó la mano diciendo “Luis Carlos Ferrán, para servirles”.

En ese momento comenzó la más auténtica de las narraciones…

El Señor Luis Carlos, vivía entre los campos de la zona desde hacía más de cuarenta años.

No era de allí, no, él era del Tolima (Región del Sur) donde a la edad de trece años “tuvo que irse para la guerrilla” “ Allí con Tirofijo y todos sus compañeros” y luego claro, cuando se dio cuenta de que no era lo suyo tuvo que irse lejos, y como en esa zona en la que estábamos no había mucho calor, no conocía a mucha gente y había dónde y en qué trabajar, pues se quedó.

A sus sesenta y ocho años, que a simple vista parecían cuarenta más, nunca se había casado, soltero y honrado, recalcó para definirse a sí mismo varias veces. “ Soltero y honrado”.

A él, lo que verdaderamente le encantaba, desde que era un “chiquitico”, era la música, y cuando se tomaba sus cervezas no había quien le siguiera en el arte de cantar.

El mejor, sin duda para Luis Carlos, era un español, posiblemente vecino nuestro, primo lejano tal vez.

Un tal Nino Bravo, pero que se lo llevó la carretera muy joven, porque la gente conduce como loca, aquí y en cualquier lugar. Era una gran voz, tal vez de las mejores dijo mientras nos indicaba con la mano que había que girar a la derecha en la enésima intersección.

Por las noches, cuando aprieta el frío, Don Luis Carlos se acurruca entre gordas mantas, allá en su chocita, “para que no entre el frío ni salga el calor” y bajo la almohada imprescindible para poder dormir, siempre coloca su transistor “en la EFE EME”.

El transistor le pone canciones de pasión y amor. Porque a él lo que le gusta es la música de amor.

¿Conocen ustedes a Perales? Nos preguntó de repente sin dejar tiempo para decir siquiera si.  “Ese sí que era un genio. No sé si está vivo o muerto pero ese señor tenía el don de la canción.”

Y así sin más, sin dejar que nosotros interviniéramos ni lo más mínimo en su narración, mientras nos guiaba por los caminos que conocía como la palma de su mano, el campesino de ruana y sombrero se puso a cantar:

“Me llamas  para decirme  que te marchas ,que ya no aguantas mas , que ya estas harta de verle cada día  de compartir su cama  de domingos de futbol  metida en casa.
Me dices que el amor , igual que llega pasa y el tuyo se marchó por la ventana  y que encontró un lugar  en otra cama” (…)

Pablo y yo completamente callados y él entonando letras de amor en la parte de atrás de un coche alquilado horas antes en una ciudad de nueve millones de habitantes.
Poco a poco, mientras Luis Carlos cantaba y nos explicaba letras y canciones de amor, nos íbamos adentrando en la “pseudo civilización”.

De repente, de un portón grande y verde comenzaron a salir decenas de chicos jóvenes con monos de trabajo y botas altas de caucho.
Señor, le pregunté, ¿De dónde sale toda ésta gente? .

“Son los de las flores” dijo nuestro acompañante sin darle importancia.

Intuimos que eran trabajadores de los invernaderos de flores que rodean la ciudad de Bogotá y que surten de flores a todo el planeta tierra.

Le expliqué a Luis Carlos, que en nuestro país se veían muchas menos flores, que eran caras y que los hombres no acostumbran a regalarlas. “Sin ir más lejos, mi esposo, me ha regalado flores cinco veces en todo el tiempo que llevamos juntos ¿Puede usted creérselo?”

Y sin venir a cuento, en vez de responder, el señor Luis Carlos comenzó a entonar “ Un Ramito de Violetas” sin acordarse del todo de la letra. “ Es que era él quien se las regalaba ¿Sabe?” le dijo a Pablo cortando su melodía y dándole en el hombro como quien descubre la pólvora en ese momento.

Hablamos de Cecilia, del disco que mi madre repetía sin parar durante las navidades del 92 y de cómo, a Cecilia también, se la había llevado la carretera.

Casi llegando al pueblo, dando paso al primer silencio del camino, mirando por la ventana al cielo cada vez más gris y habiendo entonado dos o tres canciones más que Pablo y yo ya no pudimos descifrar, dijo pensativo “Cuantas voces se llevó el Señor”.

(Otro silencio incómodo)

A los pocos minutos, llegamos por fin a la carretera pavimentada y ahí cuando habíamos cruzado tres o cuatro calles, nuestro acompañante se incorporó y con cara de no entender nada e intentar ayudar nos dijo “¿A dónde dicen que quieren llegar ustedes?”.

Le volvimos a explicar lo de la vereda, lo del Hotel y lo de Santa Lucía  pero Luis Carlos, agarrándose el sombrero como si ese gesto le ayudara a pensar, nos volvió a decir que no tenía ni idea de dónde quedaba eso, pero, sin embargo, nos explicó que si seguíamos un kilómetro por el camino que salía hacia la derecha desde esa misma calle, podíamos llegar a unos lagos que se podía pescar una trucha muy rica,  que una vez pescada, te preparaban en ese mismo lugar. Debía ser muy buen sitio, porque según él,  venía mucha gente de la ciudad, que era muy bonito.

Así que sin pensarlo dos veces, tras despedirnos de él, siendo conscientes de que había sido una experiencia única tanto para él como para nosotros, le dejamos en el centro del pueblo y  nos dirigimos al sitio de pesca, donde disfrutamos como enanos pescando truchas como para alimentar a un regimiento terminamos regalándoselas a los paisanos del lugar.

Al final encontramos el hotel, que resultó ser una mierda, pero nos devolvieron el dinero y siguiendo la tónica colombiana del “Realismo mágico” en la que nada de lo que planees saldrá pero seguro que solucionas con algo mejor,   encontramos uno hotel mil veces mejor, súper romántico y especial donde en el sitio de la cena cantamos acompañando a un señor argentino muy viejo con guitarra, canciones de Serrat y los Rodriguez , aderezando los cánticos con vino caliente en mano al frente de una chimenea, hasta que el cuerpo no pudo más.

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