Llevábamos dando vueltas más de cuarenta minutos por caminos
de tierra que no hacían otra cosa que desembocar en otros caminos de tierra aun
más abruptos.
Llevábamos más de cuarenta minutos sin saber dónde estábamos
ni hacia dónde debíamos ir para encontrar la carretera “pavimentada”.
Llevábamos más de veinte canciones de mi iPod que no
distingue de lugares o situaciones y que alterna Rocío Jurado con Pavarotti
pasando por Dade Yankie o la muñeira de Chantada.
Llevábamos demasiado tiempo sin que el GPS nos encontrara,
demasiadas curvas sin cruzarnos a nadie que nos pudiera indicar y nos reíamos
demasiado como para mostrar preocupación por la situación, cuando a lo lejos se
nos apareció él.
En medio de una cuesta de piedras y arena, mientras nosotros
subíamos derrapando poco a poco, él bajaba con las piernas separadas y arqueadas
lento pero con determinación.
Vestía zapatos viejos, pantalón de tergal negro, sombrero de
cuero marrón y por supuesto, y cómo no, una gruesa y cálida ruana gris
tradicional del altiplano colombiano.
No sé quién estaba más fuera de lugar, si él en medio de la
nada en el campo de Cundinamarca o nosotros en un carro de ciudad, tocando los
bajos con cada piedra del camino y sin aparente dirección.
Al llegar nosotros a su altura del camino y él a la nuestra,
nos paramos y entonces fue cuando nuestras miradas se cruzaron por primera vez.
Su arrugada piel morena y curtida dejaba ver años y años de
campo.
Sus ojos oscuros, vidriosos pero curiosos a la vez que
hundidos, narraban las miles de horas de
días enteros habiendo navegando en Club Colombias.
Sus pocos dientes amarillentos que sobresalían de su amplia
y amigable sonrisa, explicaban parte de las mil historias que había vivido
aquel señor.
Pablo bajó la ventanilla y cual colombiano de pro comenzó
con la parrafada básica de saludo local. “Muy buenos días Señor, ¿Cómo está?,
¿Cómo le va?, qué pena, ¿sería usted tan amble de explicarnos cómo llegar a la
vereda de Santa Lucía?”.
“Uy… pues por aquí no es. Esta es la vereda de San José”
Respondió el hombre mientras apoyaba sus manos en la ventana del coche como
queriendo adentrarse en el interior para mirar todo lo que teníamos dentro y
comprobar que éramos de fiar.
Ante esa respuesta tan poco esclarecedora, y dos segundos de
silencio incómodo de no saber qué decir ante su mirada tan minuciosa al interior
del coche alquilado que hacía pocas horas había salido de Bogotá, tuve que
replantear la pregunta.
¿Por dónde queda Santa Lucía Señor? ¿Un hotel que se llama
El Monte? ¿Usted lo sabe?
- “Pues miren, esta es la de San José, más allá la de Santa
Ana, (…)pal otro lado lo de las flores, más allá Guasca… Pero Santa Lucía no
escuché yo nunca”
(Otro silencio incómodo)
“Lo que si se es dónde está Guasca,(…) que ahí sale la
pavimentada (pavimentada = carretera de asfalto) y allá si le funciona el
celular para preguntar y si me llevan les indico”.
Así sin más, sin nosotros decir ni pío, y él sin dejar de
hablar y balbucear cosas completamente incomprensibles, el señor aparecido de
la nada, estaba encaminándose a la puerta de detrás del coche pidiéndole a Pablo
que quitara el seguro y haciendo que él obedeciera sin rechistar.
Abrió la puerta, dejó caer su cuerpo en el asiento de
detrás, como hace mi tía nieves cuando descubre un sitio donde sentarse, y muy
amablemente nos estrechó la mano diciendo “Luis Carlos Ferrán, para servirles”.
En ese momento comenzó la más auténtica de las narraciones…
El Señor Luis Carlos, vivía entre los campos de la zona
desde hacía más de cuarenta años.
No era de allí, no, él era del Tolima (Región del Sur) donde
a la edad de trece años “tuvo que irse para la guerrilla” “ Allí con Tirofijo y
todos sus compañeros” y luego claro, cuando se dio cuenta de que no era lo suyo
tuvo que irse lejos, y como en esa zona en la que estábamos no había mucho
calor, no conocía a mucha gente y había dónde y en qué trabajar, pues se quedó.
A sus sesenta y ocho años, que a simple vista parecían
cuarenta más, nunca se había casado, soltero y honrado, recalcó para definirse
a sí mismo varias veces. “ Soltero y honrado”.
A él, lo que verdaderamente le encantaba, desde que era un
“chiquitico”, era la música, y cuando se tomaba sus cervezas no había quien le
siguiera en el arte de cantar.
El mejor, sin duda para Luis Carlos, era un español,
posiblemente vecino nuestro, primo lejano tal vez.
Un tal Nino Bravo, pero que se lo llevó la carretera muy
joven, porque la gente conduce como loca, aquí y en cualquier lugar. Era una
gran voz, tal vez de las mejores dijo mientras nos indicaba con la mano que
había que girar a la derecha en la enésima intersección.
Por las noches, cuando aprieta el frío, Don Luis Carlos se
acurruca entre gordas mantas, allá en su chocita, “para que no entre el frío ni
salga el calor” y bajo la almohada imprescindible para poder dormir, siempre
coloca su transistor “en la EFE EME”.
El transistor le pone canciones de pasión y amor. Porque a
él lo que le gusta es la música de amor.
¿Conocen ustedes a Perales? Nos preguntó de repente sin
dejar tiempo para decir siquiera si.
“Ese sí que era un genio. No sé si está vivo o muerto pero ese señor
tenía el don de la canción.”
Y así sin más, sin dejar que nosotros interviniéramos ni lo
más mínimo en su narración, mientras nos guiaba por los caminos que conocía
como la palma de su mano, el campesino de ruana y sombrero se puso a cantar:
“Me llamas para
decirme que te marchas ,que ya no
aguantas mas , que ya estas harta de verle cada día de compartir su cama de domingos de futbol metida en casa.
Me dices que el amor , igual que llega pasa y el tuyo se
marchó por la ventana y que encontró un
lugar en otra cama” (…)
Pablo y yo completamente callados y él entonando letras de
amor en la parte de atrás de un coche alquilado horas antes en una ciudad de
nueve millones de habitantes.
Poco a poco, mientras Luis Carlos cantaba y nos explicaba
letras y canciones de amor, nos íbamos adentrando en la “pseudo civilización”.
De repente, de un portón grande y verde comenzaron a salir
decenas de chicos jóvenes con monos de trabajo y botas altas de caucho.
Señor, le pregunté, ¿De dónde sale toda ésta gente? .
“Son los de las flores” dijo nuestro acompañante sin darle
importancia.
Intuimos que eran trabajadores de los invernaderos de flores
que rodean la ciudad de Bogotá y que surten de flores a todo el planeta tierra.
Le expliqué a Luis Carlos, que en nuestro país se veían
muchas menos flores, que eran caras y que los hombres no acostumbran a
regalarlas. “Sin ir más lejos, mi esposo, me ha regalado flores cinco veces en
todo el tiempo que llevamos juntos ¿Puede usted creérselo?”
Y sin venir a cuento, en vez de responder, el señor Luis
Carlos comenzó a entonar “ Un Ramito de Violetas” sin acordarse del todo de la
letra. “ Es que era él quien se las regalaba ¿Sabe?” le dijo a Pablo cortando
su melodía y dándole en el hombro como quien descubre la pólvora en ese
momento.
Hablamos de Cecilia, del disco que mi madre repetía sin
parar durante las navidades del 92 y de cómo, a Cecilia también, se la había
llevado la carretera.
Casi llegando al pueblo, dando paso al primer silencio del
camino, mirando por la ventana al cielo cada vez más gris y habiendo entonado
dos o tres canciones más que Pablo y yo ya no pudimos descifrar, dijo pensativo
“Cuantas voces se llevó el Señor”.
(Otro silencio incómodo)
A los pocos minutos, llegamos por fin a la carretera
pavimentada y ahí cuando habíamos cruzado tres o cuatro calles, nuestro
acompañante se incorporó y con cara de no entender nada e intentar ayudar nos
dijo “¿A dónde dicen que quieren llegar ustedes?”.
Le volvimos a explicar lo de la vereda, lo del Hotel y lo de
Santa Lucía pero Luis Carlos,
agarrándose el sombrero como si ese gesto le ayudara a pensar, nos volvió a
decir que no tenía ni idea de dónde quedaba eso, pero, sin embargo, nos explicó
que si seguíamos un kilómetro por el camino que salía hacia la derecha desde
esa misma calle, podíamos llegar a unos lagos que se podía pescar una trucha
muy rica, que una vez pescada, te
preparaban en ese mismo lugar. Debía ser muy buen sitio, porque según él, venía mucha gente de la ciudad, que era muy
bonito.
Así que sin pensarlo dos veces, tras despedirnos de él,
siendo conscientes de que había sido una experiencia única tanto para él como
para nosotros, le dejamos en el centro del pueblo y nos dirigimos al sitio de pesca, donde
disfrutamos como enanos pescando truchas como para alimentar a un regimiento
terminamos regalándoselas a los paisanos del lugar.
Al final encontramos el hotel, que resultó ser una mierda,
pero nos devolvieron el dinero y siguiendo la tónica colombiana del “Realismo
mágico” en la que nada de lo que planees saldrá pero seguro que solucionas con
algo mejor, encontramos uno hotel mil
veces mejor, súper romántico y especial donde en el sitio de la cena cantamos
acompañando a un señor argentino muy viejo con guitarra, canciones de Serrat y
los Rodriguez , aderezando los cánticos con vino caliente en mano al frente de
una chimenea, hasta que el cuerpo no pudo más.
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