lunes, 2 de mayo de 2016

Pájara en Tayrona

Acabamos de llegar de Santa Marta, renovadísimos por dentro y renovadísimos por fuera. Morenos y felices, tan gordos como hace cinco días y más en paz que hace 48 horas.

Y digo 48 horas, porque durante mi visita al parque Tayrona… He vuelto a nacer.

Bueno, no sé si he vuelto a nacer, pero el caso es que casi me muero…
No se si recordaréis que el año pasado, en mi cumpleaños, os escribí un mail en el que hablaba que el paraíso si que existía y que se llamaba Parque Tayrona.

Pues a Pablo se le quedó grabado, y éste año, con el afán de compartir todo lo bueno con él, organicé un fin de semana idílico en el Parque Natural de Tayrona con sus tres días y dos noches durmiendo en hamaca como lo hacen los indígenas Koguis pero con mosquiteras, crema para el sol,  Relec anti mosquitos y miedo a los habitantes de la noche…
Todo cuadrado, primera noche dormíamos en Santa Marta para ir nada más despertarse a la calle 11 con 11 coger una buseta y llegar prontito al Parque Tayrona para enfrentarnos a la caminata que lleva hasta la zona de playas y hamacas.

Era sencillo.

El caso es que, con el objetivo de que todo saliera perfecto, encontré un hotel con una puntuación de 9,4 en booking que además, era baratillo y muy bien situado…

Así que en vez de madrugar al alba, como a mí me sonaba que teníamos que hacer, remoloneamos hasta las 07.54 de la mañana, desayunamos como reyes, nos echamos una charlilla con la de recepción y a las 09.30 o así salíamos hacia la buseta.

El camino desde la calle dos a la once, que era donde estaba el solar de donde salían los buses de línea, cruzaba el mercadillo de Santa Marta, lleno de puestos, de carpas negras que quitaban el sol, música, gritos, perros y gatos despeluchados en busca de cualquier cosa que comer y de señores vendiendo jugos y palas (helados) por todas partes. El sol picaba bastante, y nuestros cuerpos de guiris, empezaban a notar las altas temperaturas del “Alto Magdalena”.
 
Cuando llegamos al bus ya habíamos terminado nuestra botellita de agua y en la misma parada compramos otras dos, para el camino que nos esperaba en Tayrona…

Durante la hora que duraba el trayecto de buseta, se pudieron subir unos 15 vendedores (sin que parara el bus, suben y bajan en marcha enlazando diferentes buses, ¡mola!) y compramos unas 4 bolsas de agua para rellenar nuestras botellitas, porque la brisa que entraba por las ventanas, era más bien templadilla y no sofocaba el calor que sentíamos…

Llegamos a Tayrona a las 11.45 de la mañana, de la mañana soleada, con un 90% de humedad ambiental, y aun nos quedaba la caminata por delante.

Había advertido a Pablo, que me daría igual como se pusiera, pero que mi macuto, a pesar de que él tuviera alergia a los caballos, me lo iban a llevar los caballos del parque, que yo quería disfrutar del paseíto, quería ir libre cual gacela…
Así que nada más llegar, dejamos mi mochila en las cuadras de los porteadores, nos echamos crema y comenzamos a andar bajo la frondosa sabana del Tayrona.

Haciendo fotitos, descubriendo lagartos de azules y verdes fluorescentes, buscando monos trepadores, contando raíces de árboles… Todo muy “happy flower”, Pablo con su pañuelo en la cabeza y su mochila  y yo con mi botellita de agua, mi pasaporte en el bolsillo y una bolsita de agua en la mano.

Pasados 15 minutos, empezó la subidita, que con el calor que ya teníamos pues, se notaba algo más de lo normal… Decidí abrir la bolsita de agua y bebérmela mientras subíamos. Metro a metro, la vegetación cada vez era más escasa, dejando paso a rocas enormes que brillaban bajo el cálido Lorenzo.

A la media hora, el sol, que ya estaba en lo alto del cielo, empezó a notarse de verdad, (eso más la humedad), incidiendo en línea recta en nuestras cabezotas y  convirtiéndose en el tema recurrente que rompía mis silencios mientras andábamos… “Puto sol”, “me cago en el sol del Caribe”, “Cómo quema el Lorenzo”,  “ Me cago en la puta que calor” y otros improperios… ya sabéis que nunca he sido muy fina, pero eso es todo lo que pude decir durante los siguientes veinte minutos de subida…

Al llegar arriba, fue cuando me di cuenta que algo no estaba bien, empezó a repetírseme el desayuno, la piña o la sandía, no lo tengo claro, pero estaba tan harta y cansada, que en el mirador, donde sorprendentemente había un gordo enorme y un señor que vendía helados, le dije a Pablo que pasaba de parar, que yo quería llegar.

Sentía que no me apetecía tener que hablar con los señores de enfrente y contarles cómo habíamos llegado allí. No quería ni hablarles del calor… y no quería beber más agua porque empezaba a tener ganas de vomitar el desayuno…

Así que Pablo, obediente, siguió andando, y empezamos a bajar saltando piedras y escalones.

Unos cuatro minutos después, tras una roca redonda y enorme, por fin, vimos el mar Caribe: azul, inmenso, tranquilo y rodeado de palmeras. Ahí estaba el paraíso.

Fue en ese momento, cuando con mi enfado del calor, se me taponaron los oídos, no le di mucha importancia, pero el caso es que dejé de oír bien y deje de entender a Pablo…

Bueno, tengo que reconocer que a Pablo y a mi amiga Paloma yo les entiendo la mitad. Hablan muy bajito y como buenos madrileños pronuncian poco. Yo intuyo, asiento y sonrío, pero en ese momento, debido a las circunstancias,  no sonreía ni intuía, simplemente andaba hacia el sitio de las hamacas que debía estar a unos cuatro kilómetros…

Recapitulemos: Estamos bajando, vemos el mar, quedan cuatro kilómetros, tengo ganas de vomitar, estoy muy enfadada, el sol “en to lo alto”, más de 35 grados, 90% de humedad y he dejado de oír…

Cuando llegamos abajo, antes de adentrarnos de nuevo en el bosque para recorrer los últimos tres kilómetros, tuvimos que andar unos quinientos metros por la arena de la playa.

De esos quinientos metros recuerdo el puto sol, que no había sombras, la arena blanca sobre mis zapatillas, sobre las rocas, sobre todo lo que miraba, mirara a donde mirara veía arenilla, o puntitos….no lo tenía claro… Intuí que Pablo me pidió que bebiera agua, obedecí y seguí andando hacia los árboles…

“Parece que te has hecho pis” me dijo Pablo mientras miraba mi pantalón y mi camiseta llenas de sudor… Como comprenderéis no me hizo ni pizca de gracia, pero como estaba que no estaba y encima mi enfado se centraba en el sol, ni respondí… Seguí zombi andando hacia la sombra…

Y fue ahí, ya bajo los árboles, empapada en sudor, en la sombra,  cuando deje de ver en color para ver en “escala de grises” y bajito mientras me sentaba en una raíz de un árbol inmenso le dije a Pablo que no podía más.

Me senté, perdí la noción del tiempo, empecé a ver como las hormigas, la arena o lo que fuera se diluían frente a mí y me acordé de mi madre, del Pico del Fraile que una navidad me hizo subir y acabé echando la pota. Me acordé de mi enfado en Ordesa con Pablo cuando con un metro de nieve le dije que no seguía. Me acordé de mi sobrino Yago que se hizo una vía Ferrata y en un video sale con cara de canguele pero entero y me acordé de mi amiga Sara cuando se desmalló dos veces en menos de dos metros en plena playa de Torrevieja y fue la atracción del momento... Solo quería llorar…

De repente, entre recuerdos, escuché a Pablo , que con voz de esa que pone que me gusta mucho, me dijo que me iba a echar agua en la cabeza, que me había dado mucho el sol…

¡Mano de santo oiga!

El agua templadita de su botella corriendo por mi cogote que miraba hacia el suelo casi entre mis rodillas, me despertó de mis recuerdos de muerte mortífera y me hizo de nuevo sentirme afortunadísima de poder estar ahí, a puntito de llegar al Paraíso, de que hacía sol y no llovía, de lo bonito que era Tayrona, el Caribe  y lo más importante, me recordó que estaba Pablo ahí para echarme agua y salvarme.

Mi salvador, e ídolo en ese momento, no me dejó levantarme hasta que me terminara el agua ya casi caliente de mi botella, me dio un beso en la mejilla y a los tres minutillos me ayudó a levantarme.

Llegamos  a nuestro destino diez minutos después y tras dejar todo, encontrar mi macuto que olía a caballo, volvernos a echar crema, comer en un chiringuito a pie de playa pescado recién salido del mar, nadar, tomar el sol y bucear con las gafas de piscina de dudosa procedencia que Amaia nos regaló; con un dolor de cabeza horroroso, me quedé dormida en la arena blanca, bajo una palmera, de la mano de Pablo escuchando el sonido del mar…

Como podéis daros cuenta, en éste último párrafo, en ningún lado encontraréis que nos echáramos repelente anti mosquitos… Pues bien, tras la siesta, cuando caía el sol, con el mismo dolor de cabeza horroroso que no me dejaba pensar, cientos de mosquitos y arañas habían plagado mis pies y mis pantorrillas  de picaduras. (A Pablo le picaron solo dos)  Ahora solo pienso en que ninguna de esas picaduras tenga Zica, Chicunguña o Dengue… Pero en ese momento, solo pensaba en poder comprar una botella de agua y poder tomarme una pastilla para mi gran dolor de cabeza y seguir disfrutando del paraíso con un tercio de mi equipo P.


Moraleja: El paraíso… tiene sus cosillas jodidas también…jejeje


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