lunes, 27 de marzo de 2017

Cumple Guajiro

Mi cumple empezó en la Guajira, que ha sido la última escapadita que nos ha permitido Colombia.

Viaje por todo el Departamento en un 4x4 conducido por alguno de los pocos mestizos o wayuus integrados del lugar, de alguna de las empresas que se dedica a llevar a turistas y a enseñar todo el norte de la zona guajira Wayúu.

La Guajira, es uno de los Departamentos más pobre de Colombia a pesar de ser el más rico en gas, carbón y petróleo.

Su situación geográfica (en el árido norte colombiano frontera con Venezuela) junto con la inmensa corrupción que la invade, hacen que esta tierra sea un quebradero de cabeza de cada uno de los políticos que gobierna éste país.

Como todas las zonas deprimidas de Colombia, se han cebado con sus habitantes, las guerrillas, paramilitares, minería ilegal y narcos. Pero para más inri, La Guajira está poblada en su gran mayoría por indígenas Wayuú que son los que hacen los bolsos esos tan bonitos que todo el mundo quiere y son bastante caros en España.

Los Wayus son bastante proteccionistas de lo suyo, se organizan por su cuenta, son dueños de sus tierras que se extienden entre Colombia y Venezuela (tienen doble nacionalidad) y además de su cultura propia, cuentan con sus autoridades ajenas a las que se rigen todos los demás colombo venezolanos “ los palabreros” que basan su autoridad en el ojo por ojo…

Van a su bola completamente, los conquistadores españoles nunca llegaron a “someterles” así que imaginaros lo duro y rancio que es el pueblo Wayuú.

Viven de sus artesanías, de la pesca y el pastoreo de cabras (chivitos) alternándolo con un curioso sistema que más que simpático, a mí me ha dejado bastante tocada pensando en cómo erradicar este modo de vida, y son los peajes en medio de la nada.

Dado que la Guajira es un desierto en el que los cactus y la maleza baja por un lado y las dunas por otro, no dejan transitar por cualquier lugar, los caminos (porque no hay carretera asfaltada) están bastante marcados  y cada “Ranchería” (Conjunto de casas Wayuu) se organiza para poner cadenas (o telas atadas unas a otras) de un lado a otro del camino para parar a los 4x4 de los turistas y exigirles un peaje.

Lo cobran los niños y las mujeres y los tíos piden de todo: café, agua, caramelos, galletas…

 Lo que les venga en gana…

Lo piden con una sonrisa enorme y unos ojos muy brillantes, bajo el sol infernal, descalzos, despeinados y con ropas de mil colores… pero si no les das lo que ellos quieren, lo exótico de la estampa se vuelve violento, incluso peligroso,  y te tiran piedras sin ningún miramiento.

Así que del camino de Cabo de La Vela a Punta Gallinas (el punto más al norte de Suramérica) paras unas veinticinco o treinta veces para bajar la ventana y darles a los niños lo que te pidan, cuanto más lejos más agua, cuanto más cerca de la civilización más chuches.

Debes calcular que hay una ida y una vuelta, porque como te quedes sin nada… corres un verdadero peligro…

¿Cómo terminar con ésta práctica? Pues realmente no lo sé, lo he pensado mucho… No sé si es culpa del Estado que no les provee de infraestructuras para sacar agua, de los Jefes wayuús que no reparten las ayudas estatales, de los wayuús que pasan de cambiar su manera de vivir, de los turistas que nos alegra ver niños morenitos dando saltos, o bien de las autoridades locales que deberían de hablar con las autoridades wayuus para multar éstos peajes. La cosa es que es un problema que yo no sé por dónde cogerlo…

A lo que vamos, que ésta gente dueña de todas las tierras (y los pequeños hostales de hamacas en los que hemos dormido) , no se juntan demasiado por tercos y porque  además el colombiano de las regiones es muy racista y no le hace mucha gracia juntarse con colombianos de otros colores y estratos…

La noche de mi cumpleaños ya en España (la previa en Colombia) , tras salir del chorro de agua que simulaba ser ducha y vestirme para ir a cenar arroz con algo, escuché cómo Adela y Borja, unos españoles majísimos con los que coincidimos allí, estaban interactuando con los locales. Dejé al pobre Pablo moribundo que se duchara y me acerqué al jolgorio dando saltitos pensando que en España ya era mi cumpleaños…  ( En este punto del relato debo contar que Pablo pasó todo el puente malo de la tripa, y hemos aprendido no hay cosa peor en el mundo mundial que irse a un desierto SIN ÁRBOLES con cagalera…)

Adela y Borja, estaban en la puerta de lo que parecía ser un quiosco, una de las pocas edificaciones de ladrillo del lugar y compartían con los locales la bebida nacional y punto de unión de los colombianos: Unas cervezas.

Atraída por las risas me junté a ellos y a pesar de odiar la cerveza, creí que lo mejor para ser una más y para socializar con los guías y wayúus de área era pedirme una para mi.

Comenzamos con las conversaciones típicas, pero poco a poco empezó a animarse la cosa y apareció el “chirrinchi”.

El Chirrinchi es el agua ardiente casero hecho con agua y panela que pega como si no hubiera un mañana y que los wayúus beben como si fuera agüita de la fuente.

Nuestro guía, Siro, que el pobre le tenía frito a tanta pregunta durante todo el trayecto, me recordó que le había dicho en mitad del camino cuando pasamos por los cementerios wayúus que tenía que probar la bebida que se tomaba en los velatorios y ahí , en ese momento, cuando me acercaba la botella de plástico para servirme un chupito, en ese momento comenzó la fiesta de cumpleaños más exótica de mi vida.

Ese chupito significó romper la barrera entre turistas e indígenas, entre blancos y morenitos, entre wayúus y españoles, entre desérticos y asfálticos. Ese chupito no sólo rompió nuestras diferencias, sino que abrió una caja de risas e historias surrealistas entre los guías y  miles de turistas que habían llegado hasta allí.

La fiesta la controlaba Emilio, el hermano de la dueña del hostal, que gracias sus 180 kilos de peso, sentado en el poyete del kiosco, bebía chirrinchi como si no hubiera mañana.

Nos contó todas sus ideas para atraer turistas y las mentiras que le contó al Departamento para que le dieran la plata para hacer los tours, nos contó que las dunas a las que todos los turistas admiramos las había hecho él a base de carretilla y troncos, que había hecho hacer pis en el depósito de agua a cinco alemanas un día que se había quedado varado y que gracias a eso no solo consiguieron salir de las dunas a cincuenta grados al sol sino que desde entonces su carro era el más rápido de la región. Nos explicó que tenía un chinchorro mágico (una hamaca mágica) que todo hombre que llevaba a una mujer allí, salía “habiéndola preñado”.

En una de éstas, no sé cómo ni porqué (sabéis que lo canto a los cuatro vientos siempre así que intuiréis que debí decírselo yo) se enteró de que era mi cumpleaños, así que empezó a brindar por los treinta y uno y los cinco hijos que tendría, porque es la función de cada mujer,  con el pobre Pablo, que a mi lado, veía como todos íbamos entonándonos todos y él no podía ni oler el aroma de aquel licor.

Cuando la fiesta ya estaba bastante animada, las mujeres, nos llamaron a cenar y mientras, los guías, siguieron bebiendo y bebiendo, lo que nos permitió nivelar el grado de alcoholismo que   sufríamos todos los presentes.

Al terminar la comida, sin saber si volver o no al lugar de los wayúus por no romper las normas de la comunidad,  sin venir a cuento, uno de los hijos de Don Emilio, apareció con un mini pastel sacado de la nada con una vela de iglesia encendida, y detrás de él, cuatro de los diez  guías borrachos le acompañaban entonando el “Que los cumplas feliz”.

No sé si se lo hacen a todos los turistas, el caso es que yo me sentí tan feliz y agradecida, que en vez de comérmelo, decidí romper el hielo de nuevo y llevarles a los hombres wayúu el pastel para que lo disfrutaran ellos, y en medio del subidón, le compré al hombre del pseudo kiosco tres botellas de pirrinchi para bebernos entre todos.

Ahí empezaron a llegar turistas, más hombres de la comunidad y otros habitantes de en medio de la nada y ahí mismo, entorno al señor Emilio, siguieron las risas, las anécdotas y el hermanamiento.

De subidón, me pillé una de las botellas y se las llevé a las señoras, que en la cocina (que no era más que una fogata con una estructura metálica a unos 20 metros de nosotros) asaban peces frescos, mientras otras de cuclillas fregaban en grandes tinas y hablaban wayúu, mientras picaban de los restos de los platos amontonados que habían dejado los gringos.

Otro mundo…. Tímidas, desconfiadas pero también agradecidas por la invitación y sin apenas mirarme a los ojos, bebieron uno o dos chupitos de su local manjar, mientras yo les contaba, para que no se sintieran demasiado “invadidas”, que en mi país, a diferencia de los colombianos, lo del cumpleaños son los que invitan y como ellas habían cocinado para mí, sentía que debía invitarlas a beber.

Me fui rápido, sentí que estaba fuera de lugar, que preferían su anonimato de no mezclarse con los demás y dejándoles una de las botellas para ellas, me despedí educadamente y volviendo a la fiesta de los hombres y turistas, sabiendo que nada podía pasar, puesto que el único sobrio a  100 km a la redonda, era Pablo.

No sé cómo acabó la noche, me desperté feliz, sin resaca, muy abrazadita a Pablo, a pesar del calor infernal del desierto colombiano.

El caso es que el 20 de marzo, cuando volvíamos con nuestro conductor que no parecía que hubiera bebido en su vida, todos los 4x4 que nos cruzábamos Guajira adelante,  se paraban a saludar a la “cumplimentada” que feliz devolvía los saludos, ignorando aun las grandes sorpresas que le depararía ése señalado día…

martes, 14 de marzo de 2017

Un guia soltero y honrado en Guasca

Llevábamos dando vueltas más de cuarenta minutos por caminos de tierra que no hacían otra cosa que desembocar en otros caminos de tierra aun más abruptos.

Llevábamos más de cuarenta minutos sin saber dónde estábamos ni hacia dónde debíamos ir para encontrar la carretera “pavimentada”.

Llevábamos más de veinte canciones de mi iPod que no distingue de lugares o situaciones y que alterna Rocío Jurado con Pavarotti pasando por Dade Yankie o la muñeira de Chantada.

Llevábamos demasiado tiempo sin que el GPS nos encontrara, demasiadas curvas sin cruzarnos a nadie que nos pudiera indicar y nos reíamos demasiado como para mostrar preocupación por la situación, cuando a lo lejos se nos apareció él.

En medio de una cuesta de piedras y arena, mientras nosotros subíamos derrapando poco a poco, él bajaba con las piernas separadas y arqueadas lento pero con determinación.

Vestía zapatos viejos, pantalón de tergal negro, sombrero de cuero marrón y por supuesto, y cómo no, una gruesa y cálida ruana gris tradicional del altiplano colombiano.

No sé quién estaba más fuera de lugar, si él en medio de la nada en el campo de Cundinamarca o nosotros en un carro de ciudad, tocando los bajos con cada piedra del camino y sin aparente dirección.

Al llegar nosotros a su altura del camino y él a la nuestra, nos paramos y entonces fue cuando nuestras miradas se cruzaron por primera vez.

Su arrugada piel morena y curtida dejaba ver años y años de campo.

Sus ojos oscuros, vidriosos pero curiosos a la vez que hundidos, narraban las miles de horas  de días enteros habiendo navegando en Club Colombias.

Sus pocos dientes amarillentos que sobresalían de su amplia y amigable sonrisa, explicaban parte de las mil historias que había vivido aquel señor.

Pablo bajó la ventanilla y cual colombiano de pro comenzó con la parrafada básica de saludo local. “Muy buenos días Señor, ¿Cómo está?, ¿Cómo le va?, qué pena, ¿sería usted tan amble de explicarnos cómo llegar a la vereda de Santa Lucía?”.

“Uy… pues por aquí no es. Esta es la vereda de San José” Respondió el hombre mientras apoyaba sus manos en la ventana del coche como queriendo adentrarse en el interior para mirar todo lo que teníamos dentro y comprobar que éramos de fiar.

Ante esa respuesta tan poco esclarecedora, y dos segundos de silencio incómodo de no saber qué decir ante su mirada tan minuciosa al interior del coche alquilado que hacía pocas horas había salido de Bogotá, tuve que replantear la pregunta.

¿Por dónde queda Santa Lucía Señor? ¿Un hotel que se llama El Monte? ¿Usted lo sabe?

- “Pues miren, esta es la de San José, más allá la de Santa Ana, (…)pal otro lado lo de las flores, más allá Guasca… Pero Santa Lucía no escuché yo nunca”
(Otro silencio incómodo)

“Lo que si se es dónde está Guasca,(…) que ahí sale la pavimentada (pavimentada = carretera de asfalto) y allá si le funciona el celular para preguntar y si me llevan les indico”.

Así sin más, sin nosotros decir ni pío, y él sin dejar de hablar y balbucear cosas completamente incomprensibles, el señor aparecido de la nada, estaba encaminándose a la puerta de detrás del coche pidiéndole a Pablo que quitara el seguro y haciendo que él obedeciera sin rechistar.

Abrió la puerta, dejó caer su cuerpo en el asiento de detrás, como hace mi tía nieves cuando descubre un sitio donde sentarse, y muy amablemente nos estrechó la mano diciendo “Luis Carlos Ferrán, para servirles”.

En ese momento comenzó la más auténtica de las narraciones…

El Señor Luis Carlos, vivía entre los campos de la zona desde hacía más de cuarenta años.

No era de allí, no, él era del Tolima (Región del Sur) donde a la edad de trece años “tuvo que irse para la guerrilla” “ Allí con Tirofijo y todos sus compañeros” y luego claro, cuando se dio cuenta de que no era lo suyo tuvo que irse lejos, y como en esa zona en la que estábamos no había mucho calor, no conocía a mucha gente y había dónde y en qué trabajar, pues se quedó.

A sus sesenta y ocho años, que a simple vista parecían cuarenta más, nunca se había casado, soltero y honrado, recalcó para definirse a sí mismo varias veces. “ Soltero y honrado”.

A él, lo que verdaderamente le encantaba, desde que era un “chiquitico”, era la música, y cuando se tomaba sus cervezas no había quien le siguiera en el arte de cantar.

El mejor, sin duda para Luis Carlos, era un español, posiblemente vecino nuestro, primo lejano tal vez.

Un tal Nino Bravo, pero que se lo llevó la carretera muy joven, porque la gente conduce como loca, aquí y en cualquier lugar. Era una gran voz, tal vez de las mejores dijo mientras nos indicaba con la mano que había que girar a la derecha en la enésima intersección.

Por las noches, cuando aprieta el frío, Don Luis Carlos se acurruca entre gordas mantas, allá en su chocita, “para que no entre el frío ni salga el calor” y bajo la almohada imprescindible para poder dormir, siempre coloca su transistor “en la EFE EME”.

El transistor le pone canciones de pasión y amor. Porque a él lo que le gusta es la música de amor.

¿Conocen ustedes a Perales? Nos preguntó de repente sin dejar tiempo para decir siquiera si.  “Ese sí que era un genio. No sé si está vivo o muerto pero ese señor tenía el don de la canción.”

Y así sin más, sin dejar que nosotros interviniéramos ni lo más mínimo en su narración, mientras nos guiaba por los caminos que conocía como la palma de su mano, el campesino de ruana y sombrero se puso a cantar:

“Me llamas  para decirme  que te marchas ,que ya no aguantas mas , que ya estas harta de verle cada día  de compartir su cama  de domingos de futbol  metida en casa.
Me dices que el amor , igual que llega pasa y el tuyo se marchó por la ventana  y que encontró un lugar  en otra cama” (…)

Pablo y yo completamente callados y él entonando letras de amor en la parte de atrás de un coche alquilado horas antes en una ciudad de nueve millones de habitantes.
Poco a poco, mientras Luis Carlos cantaba y nos explicaba letras y canciones de amor, nos íbamos adentrando en la “pseudo civilización”.

De repente, de un portón grande y verde comenzaron a salir decenas de chicos jóvenes con monos de trabajo y botas altas de caucho.
Señor, le pregunté, ¿De dónde sale toda ésta gente? .

“Son los de las flores” dijo nuestro acompañante sin darle importancia.

Intuimos que eran trabajadores de los invernaderos de flores que rodean la ciudad de Bogotá y que surten de flores a todo el planeta tierra.

Le expliqué a Luis Carlos, que en nuestro país se veían muchas menos flores, que eran caras y que los hombres no acostumbran a regalarlas. “Sin ir más lejos, mi esposo, me ha regalado flores cinco veces en todo el tiempo que llevamos juntos ¿Puede usted creérselo?”

Y sin venir a cuento, en vez de responder, el señor Luis Carlos comenzó a entonar “ Un Ramito de Violetas” sin acordarse del todo de la letra. “ Es que era él quien se las regalaba ¿Sabe?” le dijo a Pablo cortando su melodía y dándole en el hombro como quien descubre la pólvora en ese momento.

Hablamos de Cecilia, del disco que mi madre repetía sin parar durante las navidades del 92 y de cómo, a Cecilia también, se la había llevado la carretera.

Casi llegando al pueblo, dando paso al primer silencio del camino, mirando por la ventana al cielo cada vez más gris y habiendo entonado dos o tres canciones más que Pablo y yo ya no pudimos descifrar, dijo pensativo “Cuantas voces se llevó el Señor”.

(Otro silencio incómodo)

A los pocos minutos, llegamos por fin a la carretera pavimentada y ahí cuando habíamos cruzado tres o cuatro calles, nuestro acompañante se incorporó y con cara de no entender nada e intentar ayudar nos dijo “¿A dónde dicen que quieren llegar ustedes?”.

Le volvimos a explicar lo de la vereda, lo del Hotel y lo de Santa Lucía  pero Luis Carlos, agarrándose el sombrero como si ese gesto le ayudara a pensar, nos volvió a decir que no tenía ni idea de dónde quedaba eso, pero, sin embargo, nos explicó que si seguíamos un kilómetro por el camino que salía hacia la derecha desde esa misma calle, podíamos llegar a unos lagos que se podía pescar una trucha muy rica,  que una vez pescada, te preparaban en ese mismo lugar. Debía ser muy buen sitio, porque según él,  venía mucha gente de la ciudad, que era muy bonito.

Así que sin pensarlo dos veces, tras despedirnos de él, siendo conscientes de que había sido una experiencia única tanto para él como para nosotros, le dejamos en el centro del pueblo y  nos dirigimos al sitio de pesca, donde disfrutamos como enanos pescando truchas como para alimentar a un regimiento terminamos regalándoselas a los paisanos del lugar.

Al final encontramos el hotel, que resultó ser una mierda, pero nos devolvieron el dinero y siguiendo la tónica colombiana del “Realismo mágico” en la que nada de lo que planees saldrá pero seguro que solucionas con algo mejor,   encontramos uno hotel mil veces mejor, súper romántico y especial donde en el sitio de la cena cantamos acompañando a un señor argentino muy viejo con guitarra, canciones de Serrat y los Rodriguez , aderezando los cánticos con vino caliente en mano al frente de una chimenea, hasta que el cuerpo no pudo más.

lunes, 6 de marzo de 2017

Las dos caras de Cartagena de Indias

Fin de semana de contrastes.
Si por algo se define Colombia es por la variedad de Colombias que alberga en su territorio.

Me río yo con las Españas y las diferencias culturales de las múltiples regiones  que nosotros decimos que tiene nuestro propio Reino, al lado de las miles de Colombias que tiene éste país.

Colombia además de las diferencias entre las regiones propias de un país tres veces más grande que España atravesado por tres abruptas cordilleras y sin ferrocarril, tiene el aliciente de la diferencia de estratos sociales que animada por el sistema en sí, se mantiene y respeta en cada una de las actividades del día a día de los lugareños.

El interior, donde se encuentra Bogotá es habitado por colombianos desconfiados, trabajadores, amantes de sus tierras y gracias a la altura del “altiplano” ajenos a problemas de sequías y desabastecimientos.

Sin embargo, la costa, donde se encuentran las famosas ciudades de Barranquilla, Santa Marta y por supuesto la Heroica Cartagena de Indias, son ciudades acosadas por los fenómenos meteorológicos (primero el niño y luego la niña o al revés, no me acuerdo) y a consecuencia de eso,  las desigualdades sociales se ven aún más agravadas.

De las tres, por el turismo y la belleza de las islas del Rosario, Cartagena de Indias es la que para mi representa más claramente la crudeza de las dos colombias, o las seis si se mira por estratos: la Colombia riquèrrima y la colombia paupérrima.

Creo que he visitado la ciudad seis veces y cuanto más voy más me doy cuenta de la gran brecha entre unos y otros .  Es verdaderamente injusto y duro, y lo más feo de todo, es que los pobres viven de los ricos y los ricos viven de los pobres, sin darse cuenta del circulo vicioso en el que están que sobrevive año tras año creando áreas inviolables que permiten la extraña convivencia de unos y otros.

Por eso cuando alguien me dice que quiere venir a conocer Cartagena o alguien me cuenta que sólo conoce esa ciudad de Colombia pienso que como el 99% de los turistas no saldrá o habrá salido de las áreas de confort de los ricos, que disfrutará con las señoras vestidas de mil colores cortando fruta por las calles , como si fuera muy normal vestir así y servir a la gente que pasa,  y con tristeza y algo de superioridad pienso… “ Tu lo que pasa, es no conoces Colombia”.
Éste fin de semana, aprovechando que podía acreditarnos a Pablo y a mí al festival de cine más antiguo de èste lado del charco, nos hemos ido para allá, para la Cartagena Rica.

Ha sido un fin de semana de pseudotrabajo en el que nos vimos traduciendo una entrevista de Denis Lavant del francés al Colombiano, paseando cogidos de la mano por una alfombra roja en los premios más importantes de la Televisión Colombiana y de paso hemos visto pelis de cultureta de esas que a veces sales feliz y otras con la sensación de no haber entendido nada.

Hemos disfrutado de cada rato, siendo equipo y descansando, hablando mucho, paseando poco y dormido mucho menos, pero nos ha venido a los dos genial. Ayer en el avión sentaditos en nuestros asientos, mientras volvíamos a la zona de “parqueo” porque el personal de tierra había calculado mal los pasajeros y había una persona de más en el avión y esperábamos a que viniera la autoridad aeroportuaria para echarla de la aeronave (porque éstas cosas pasan en Colombia y te cuestionas el control que tienen en éste país en los aviones) nos decíamos y reiterábamos lo genial que había ido el fin de semana.

Pues bien, Pablo voló el viernes por la noche, pero yo, que tenía que trabajar en una cosa para la Internacional Socialista que se celebraba éste fin de semana y además hablar con unos cámaras de allí, volé el viernes por la mañana y esperé a que él llegara haciendo mil cosas.

Mis asuntos terminaron a las 5 y como no sabía qué hacer, aprovechando que EFE le había pedido al fotógrafo que fuera a cubrir unos combates de boxeo de las Series Mundiales, me uní a su plan si pensarlo, con el fin de podéroslo contar y vivir una nueva colombianada.

En la costa el baseball y el boxeo son los deportes estrella. Y en Cartagena, gracias al Kid Pambelé, el primer Colombiano que ganó el título mundial de boxeo allá por el 72, que era Palenque, un pueblo muy cerquita de la ciudad heroica, a quien más quien menos le pirra un deporte que a mí siempre me ha dado miedo y me recuerda a eurosport en la tele de mi abuelo.

Cuando pedí el taxi en el hotel (situado en el microcosmos pijo) dirección el Coliseo Bernardo Caraballo , el de recepción puso los ojos como platos, y no me dejó montarme en el carro hasta que él comprobara que el taxista era de fiar. Me negoció el precio como si fuera una gringa tonta y anotó en un papelito la placa TES645. Mientras el taxi arrancaba, aun sin cerrar la puerta, aprovechó para darme la tarjeta del hotel “por si tenía cualquier problema” que èl estaría atento.

El Coliseo Bernardo Caraballo estaba en la otra Cartagena, en la Cartagena negra, de calles sin asfaltar, de cuerpo flaquito y manos coartadas por la dureza del trabajo en el mar, la Cartagena de la gente natural y nada estirada, la Cartagena autóctona que no sabe inglés ni tiene ganas de saberlo.

Al llegar cientos de hombres, de todas las edades se iban sentando en las gradas de un polideportivo nada que envidiar al de Navarmado (el de mi pueblo) con sus gradas de cemento, sus luces amarillitas y sus canastas de metal. Pero en el centro, como si de los “Estates” se tratara, un rin impoluto con sus chicas guapísimas sentadas en un ladito esperando a llevar el número del round a combatir, sus jueces blanquitos de vaya usted a saber dónde y “personalidades” esperaban a que llegaran los diez luchadores de la noche.

Era la única mujer extranjera, tal vez la única mujer sin marido de todo el recinto y la única sin duda que no llevaba una lata de cerveza en la mano.

Las series mundiales enfrentaban a Cuba con el equipo Nacional, en cinco categorías y el público hacía notar que los puntos eran muy necesarios para poder llegar a la siguiente fase.

Me pedí unas palomitas y un agua , a 50 centimos de euro ( 1500 pesos) y comencé a disfrutar de la función. Al salir los cinco de Colombia, vestidos con sus batines de raso y su botas profesionales a saludar,  el público enloqueció y no cesaron los gritos al menos hasta que yo abandoné el recinto tres horas más tarde.

Confieso que al rin miré bastante poco, porque el espectáculo real eran las gradas….
 Ver a viejos y jóvenes gritando disfrutando de esa manera tan caribeña, juntos, sin ningún tipo de miramiento a nada, gesticulando, saltando como poseídos,  viejitos y niños de la mano simulando puñetazos al aire, gritando cada vez que veían algún buen golpe… me hacía sentirme la protagonista de cualquier documental.

Delante de mi un señor muy mayor, acompañado por su hijo de unos cincuenta y su nieto de mi edad, intentaba controlar el tembleque de sus manos (propio de un parquinson avanzado) y se apoyaba en su hijo cada vez que la ocasión merecía un fuerte aplauso de pie. El hombre seguía con los ojos muy abiertos cada momento y a pesar de no pronunciar palabra, decía con su sonrisa lo encantado que estaba de poder estar allì.

A mi izquierda, el fotógrafo no paraba de disparar flashes y demàs y a mi derecha,  un hombre mayor con sombrero, me iba explicando cada momento y situación consciente de su superioridad en conocimiento y experiencia ante una gringa pálida como yo.

El tío disfrutaba tanto con cada movimiento, que se le trababan las palabras y a penas se le podía entender, se desesperaba,  se llevaba las manos a la cabeza, saltaba, gritaba gesticulando y luego cuando gritaba cualquier improperio, educadamente se sentaba a mi lado y tratándome de señorita me explicaba qué iba pasando.

De repente, sin darme cuenta, vi como en el piso inferior al mío, apareció de la nada un pequeño charquito que poco a poco se hizo algo más grande. Entendí que el entrañable viejito de delante se había hecho pis, y como yo lo debimos entenderlo todos, pero como en las buenas familias, nadie dijo nada y entre unos y otros solucionaron la situación. Un hombre puso un periódico, el hijo del señor unos folletos y sin que nada pasara para no quitarle la ilusión al señor, todos siguieron disfrutando del espectáculo comentándose los golpes los unos a los otros incluyendo al octogenario.

El señor no volvió a levantarse, ni siquiera cuando “Walter de Matanza” dejó acorralado frente a las



cuerdas al “Matador Andy Cruz” en la categorài de peso Walter. Su hijo tampoco se volvió a levantar, se quedaban los dos sentaditos aguantando el chaparrón pegados al frío hormigón y el nieto que no podía parar de lo excitado que estaba le besaba la cabeza con efusividad en cada momento a celebrar.

Me pareció súper tierno y ese momento, me hizo sentirme una más, sin prejuicios de colores, razas o nacionalidades.

Antes de que terminara el último combate, para no tener problemas con el taxi y verme sola en un barrio así, salí del recinto como pude,  no sin antes despedirme con un fuerte apretón de manos de todos mis compañeros de batalla. El señor mayor, quiso levantarse cual caballero para despedirse, todos le frenaron poniéndole la mano en el hombro y yo muy educada, sin importarme pisar el pis ni pasar por delante de su compañero de al lado bajé a su asiento a despedirme como si fuéramos amigos de toda la vida.

En ese momento empezó el quinto round, y ya di igual, me diluí entre la marabunta rumbo al taxi que me llevaría de nuevo a la otra Cartagena donde acababa de aterrizar Pablo y nos esperaba un delicioso ceviche cartagenero, entre fuegos artificiales y carros de caballos, para  enrolarnos en la farándula y el cine de la encantadora e hipócrita ciudad amurallada de Cartagena de Indias.