Mi cumple empezó en la Guajira, que ha sido
la última escapadita que nos ha permitido Colombia.
Viaje por todo el Departamento en un 4x4 conducido por
alguno de los pocos mestizos o wayuus integrados del lugar, de alguna de las
empresas que se dedica a llevar a turistas y a enseñar todo el norte de la zona
guajira Wayúu.
La Guajira, es uno de los Departamentos más pobre de
Colombia a pesar de ser el más rico en gas, carbón y petróleo.
Su situación geográfica (en el árido norte colombiano
frontera con Venezuela) junto con la inmensa corrupción que la invade, hacen
que esta tierra sea un quebradero de cabeza de cada uno de los políticos que
gobierna éste país.
Como todas las zonas deprimidas de Colombia, se han cebado
con sus habitantes, las guerrillas, paramilitares, minería ilegal y narcos.
Pero para más inri, La Guajira está poblada en su gran mayoría por indígenas
Wayuú que son los que hacen los bolsos esos tan bonitos que todo el mundo
quiere y son bastante caros en España.
Los Wayus son bastante proteccionistas de lo suyo, se
organizan por su cuenta, son dueños de sus tierras que se extienden entre
Colombia y Venezuela (tienen doble nacionalidad) y además de su cultura propia,
cuentan con sus autoridades ajenas a las que se rigen todos los demás colombo
venezolanos “ los palabreros” que basan su autoridad en el ojo por ojo…
Van a su bola completamente, los conquistadores españoles
nunca llegaron a “someterles” así que imaginaros lo duro y rancio que es el
pueblo Wayuú.
Viven de sus artesanías, de la pesca y el pastoreo de cabras
(chivitos) alternándolo con un curioso sistema que más que simpático, a mí me
ha dejado bastante tocada pensando en cómo erradicar este modo de vida, y son
los peajes en medio de la nada.
Dado que la Guajira es un desierto en el que los cactus y la
maleza baja por un lado y las dunas por otro, no dejan transitar por cualquier
lugar, los caminos (porque no hay carretera asfaltada) están bastante
marcados y cada “Ranchería” (Conjunto de
casas Wayuu) se organiza para poner cadenas (o telas atadas unas a otras) de un
lado a otro del camino para parar a los 4x4 de los turistas y exigirles un
peaje.
Lo que les venga en
gana…
Lo piden con una sonrisa enorme y unos ojos muy brillantes,
bajo el sol infernal, descalzos, despeinados y con ropas de mil colores… pero
si no les das lo que ellos quieren, lo exótico de la estampa se vuelve
violento, incluso peligroso, y te tiran
piedras sin ningún miramiento.
Así que del camino de Cabo de La Vela a Punta Gallinas (el
punto más al norte de Suramérica) paras unas veinticinco o treinta veces para
bajar la ventana y darles a los niños lo que te pidan, cuanto más lejos más
agua, cuanto más cerca de la civilización más chuches.
Debes calcular que hay una ida y una vuelta, porque como te
quedes sin nada… corres un verdadero peligro…
¿Cómo terminar con ésta práctica? Pues realmente no lo sé,
lo he pensado mucho… No sé si es culpa del Estado que no les provee de infraestructuras
para sacar agua, de los Jefes wayuús que no reparten las ayudas estatales, de
los wayuús que pasan de cambiar su manera de vivir, de los turistas que nos
alegra ver niños morenitos dando saltos, o bien de las autoridades locales que
deberían de hablar con las autoridades wayuus para multar éstos peajes. La cosa
es que es un problema que yo no sé por dónde cogerlo…
A lo que vamos, que ésta gente dueña de todas las tierras (y
los pequeños hostales de hamacas en los que hemos dormido) , no se juntan
demasiado por tercos y porque además el
colombiano de las regiones es muy racista y no le hace mucha gracia juntarse
con colombianos de otros colores y estratos…
La noche de mi cumpleaños ya en España (la previa en
Colombia) , tras salir del chorro de agua que simulaba ser ducha y vestirme
para ir a cenar arroz con algo, escuché cómo Adela y Borja, unos españoles
majísimos con los que coincidimos allí, estaban interactuando con los locales.
Dejé al pobre Pablo moribundo que se duchara y me acerqué al jolgorio dando
saltitos pensando que en España ya era mi cumpleaños… ( En este punto del relato debo contar que
Pablo pasó todo el puente malo de la tripa, y hemos aprendido no hay cosa peor
en el mundo mundial que irse a un desierto SIN ÁRBOLES con cagalera…)
Adela y Borja, estaban en la puerta de lo que parecía ser un
quiosco, una de las pocas edificaciones de ladrillo del lugar y compartían con
los locales la bebida nacional y punto de unión de los colombianos: Unas
cervezas.
Atraída por las risas me junté a ellos y a pesar de odiar la
cerveza, creí que lo mejor para ser una más y para socializar con los guías y
wayúus de área era pedirme una para mi.
Comenzamos con las conversaciones típicas, pero poco a poco
empezó a animarse la cosa y apareció el “chirrinchi”.
El Chirrinchi es el agua ardiente casero hecho con agua y
panela que pega como si no hubiera un mañana y que los wayúus beben como si
fuera agüita de la fuente.
Nuestro guía, Siro, que el pobre le tenía frito a tanta
pregunta durante todo el trayecto, me recordó que le había dicho en mitad del
camino cuando pasamos por los cementerios wayúus que tenía que probar la bebida
que se tomaba en los velatorios y ahí , en ese momento, cuando me acercaba la
botella de plástico para servirme un chupito, en ese momento comenzó la fiesta
de cumpleaños más exótica de mi vida.
La fiesta la controlaba Emilio, el hermano de la dueña del
hostal, que gracias sus 180 kilos de peso, sentado en el poyete del kiosco,
bebía chirrinchi como si no hubiera mañana.
Nos contó todas sus ideas para atraer turistas y las
mentiras que le contó al Departamento para que le dieran la plata para hacer
los tours, nos contó que las dunas a las que todos los turistas admiramos las
había hecho él a base de carretilla y troncos, que había hecho hacer pis en el
depósito de agua a cinco alemanas un día que se había quedado varado y que
gracias a eso no solo consiguieron salir de las dunas a cincuenta grados al sol
sino que desde entonces su carro era el más rápido de la región. Nos explicó
que tenía un chinchorro mágico (una hamaca mágica) que todo hombre que llevaba
a una mujer allí, salía “habiéndola preñado”.
En una de éstas, no sé cómo ni porqué (sabéis que lo canto a
los cuatro vientos siempre así que intuiréis que debí decírselo yo) se enteró
de que era mi cumpleaños, así que empezó a brindar por los treinta y uno y los
cinco hijos que tendría, porque es la función de cada mujer, con el pobre Pablo, que a mi lado, veía como
todos íbamos entonándonos todos y él no podía ni oler el aroma de aquel licor.
Cuando la fiesta ya estaba bastante animada, las mujeres,
nos llamaron a cenar y mientras, los guías, siguieron bebiendo y bebiendo, lo
que nos permitió nivelar el grado de alcoholismo que sufríamos todos los presentes.
Al terminar la comida, sin saber si volver o no al lugar de
los wayúus por no romper las normas de la comunidad, sin venir a cuento, uno de los hijos de Don
Emilio, apareció con un mini pastel sacado de la nada con una vela de iglesia
encendida, y detrás de él, cuatro de los diez
guías borrachos le acompañaban entonando el “Que los cumplas feliz”.
No sé si se lo hacen a todos los turistas, el caso es que yo
me sentí tan feliz y agradecida, que en vez de comérmelo, decidí romper el
hielo de nuevo y llevarles a los hombres wayúu el pastel para que lo
disfrutaran ellos, y en medio del subidón, le compré al hombre del pseudo
kiosco tres botellas de pirrinchi para bebernos entre todos.
Ahí empezaron a llegar turistas, más hombres de la comunidad
y otros habitantes de en medio de la nada y ahí mismo, entorno al señor Emilio,
siguieron las risas, las anécdotas y el hermanamiento.
De subidón, me pillé una de las botellas y se las llevé a
las señoras, que en la cocina (que no era más que una fogata con una estructura
metálica a unos 20 metros de nosotros) asaban peces frescos, mientras otras de
cuclillas fregaban en grandes tinas y hablaban wayúu, mientras picaban de los
restos de los platos amontonados que habían dejado los gringos.
Me fui rápido, sentí que estaba fuera de lugar, que
preferían su anonimato de no mezclarse con los demás y dejándoles una de las
botellas para ellas, me despedí educadamente y volviendo a la fiesta de los
hombres y turistas, sabiendo que nada podía pasar, puesto que el único sobrio
a 100 km a la redonda, era Pablo.
No sé cómo acabó la noche, me desperté feliz, sin resaca,
muy abrazadita a Pablo, a pesar del calor infernal del desierto colombiano.
El caso es que el 20 de marzo, cuando volvíamos con nuestro
conductor que no parecía que hubiera bebido en su vida, todos los 4x4 que nos
cruzábamos Guajira adelante, se paraban
a saludar a la “cumplimentada” que feliz devolvía los saludos, ignorando aun
las grandes sorpresas que le depararía ése señalado día…