Lo teníamos preparado todo, habíamos visto horarios de buses, dársena, qué llevar para los mosquitos, los precios que podían costar los transportes, temperatura, número de posible guía, horario del último bus…
Lo teníamos todo.
Nos despertamos a las 05.30 de la mañana, queríamos coger el primer bus que partía hacia Buenaventura y paraba en Zaragosa desde Cali para poder, una vez allí y vivir una experiencia única y así poderlo contar en mis mails de los lunes.
Queríamos conocer San Cipriano, una localidad única en Colombia, donde gracias a una situación de necesidad, se habían inventado una solución ingeniosa y fuera de lo común, como hacen los colombianos, agudizando el ingenio para solucionar algo que el Gobierno ausente tanto tiempo no ha podido solucionar.
Queríamos llegar a ninguna parte utilizando las vías de un tren que hacía más de 70 años que no circulaba. Y es que Colombia tiene algo sorprendente, que es que tuvo trenes, vías y rutas fructíferas que impulsaron el comercio y la economía de muchas ciudades, pero que debido a años de guerra, fueron desapareciendo poco a poco dejando solo viva, como única reliquia, una con un tren cochambroso al que ellos llaman “histórico” que cruza una parte de Bogotá y se denomina “Tren de la Sabana”.
Así que en San Cipriano, debido a la necesidad de no vivir aislados, se inventaron “Las Brujitas” que no son más que un carro de balineras que circula por las propias vías del tren.
Hasta hace unos años, los descendientes afroamericanos que vivían allí, empujaban los tablones a mano para poder llevar a sus esposas, gallinas y semillas a la carretera que unía Buenaventura con Cali y así no morir ahogados por una selva súper frondosa y húmeda.
Pero ahora, gracias a la maña colombiana y al impulso del turismo que agradece la pacificación de la zona, a los paisanos se les ocurrió coger unas motos, adecuarlas a los tablones del carrito y zas! Gracias a la tracción trasera de las motos van como balas vía adelante durante los 7 kilómetros que separan San Cipriano del mundo exterior.
Queríamos desayunar pronto y no comer hasta la vuelta (o ya si eso una truchita allí) así que ahí estábamos, a las 06.05 en el desayuno del hotel esperando que llegara el cocinero para que sirviera unos huevos pericos y un juguito de naranja.
A las 06.20, con cara de resaca, oliendo a guaro y despeinado llegó el cocinero que como si tuviera toda la razón del mundo nos comentó que no podía servirnos el desayuno porque no había llegado la mesera.
A las 06.30 llegó la mesera, despeinada, en chanclas y sin su uniforme. Nos dijo que sin el uniforme no podía servir, así que a las 06.45 empezamos a desayunar unos croisants duros del día anterior y unos huevos algo mal hechos.
Para las 07.30 ya por fin estábamos en la puerta del hotel esperando un UBER.
Queríamos llegar a las 08.00, que sabíamos que era el que iba directo sin paradas, pero claro, habían cortado las calles por la ciclovía de los domingos, así que el viaje se demoró y a las 08.30 estábamos ya en la estación de bus, buscando las taquillas de la compañía “Corredor del pacífico”.
El de información nos mandó al tercer piso, en el tercer piso nos mandaron al primero y de allí al segundo a la derecha.
Sorteamos vendedores de compañías que nos llevaban a Pasto, a Bogotá, al Eje Cafetero, a Gunguán, a La Cumbre y hasta Popayán. Hasta que por fin encontramos las taquillas de “Corredor del pacífico”.
Eran las 08.45 y el siguiente ,según nuestras cábalas internautas era a las 09.30, asi que pensamos que teníamos tiempo.
“Por obras en la vía, los servicios a Buenaventura estarán in operativos durante la jornada del día sábado y la del día domingo hasta las 02.00 pm”
Ese era el cartel que rezaba en la taquilla, oscura, recóndita y sucia de “Corredor del Pacífico”. El señor que vendía los tikets, que si que estaba allí, arreglando el mundo con otros compañeros, nos explicó que hasta las 2 de la tarde no se podría ir pero que iba a estar “complicadito mamitas” por el tráfico, las condisiones del firme y la afluensia de viaheros.
Nosotras teníamos el vuelo de vuelta a casa esa noche, así que nuestro plan organizado, informado, enriquecedor, plan anunciado esa misma mañana a mis sobrinos por whatsapp, se desvanecía frente a un negro enorme de “Corredor del pacífico” en una estación que olía a comida frita y con nuestras mochilas de exploradoras.
Bajón total.
Decidimos arriesgar y sacar nuestros móviles para buscar qué hacer en Cali… buscamos durante 15 minutos, y con la actitud agria y desanimada de tres personas que ven mermados sus planes, decidimos ir a un parque a volar una cometa .
Un plan muy colombiano ya que el mes de agosto es el mes del viento y las venden por todas partes muy vistosas y baratitas, así que decidimos que era la mejor opción.
Bajamos a la parada de taxi, nos subimos a uno y le pedimos al taxista que nos acercara al parque en cuestión.
Tanta desilusión teníamos que el taxista le preguntó a Diana. Diana le contó nuestra desilusión, nuestro sueño frustrado de viajar en Brujita.
El taxista empezó a reírse, le resultaba curioso que nos hiciera tanta ilusión viajar en algo que él había visto desde pequeño, pero no en San Cipriano, sino en La Cumbre, un pueblo del norte, en el que hay pequeñas “comunas” a las que solo se puede llegar por las vías y también los paisanos llevan carrito.
Cuando nos lo dijo ninguna consultó al equipo, sabíamos que íbamos a terminar allí, así que le pedimos al taxista que volviera a la terminal a dejarnos para coger el bus que iba a La Cumbre, pero el hombre nos dijo que debíamos abrigarnos, que así, sin chaqueta ni nada era una locura, así que entusiasmadas le pedimos que nos llevara al hotel a cambiarnos y nos devolviera a la terminal.
A las 11.00 estábamos a la terminal de transportes triunfantes y abrigadas. Seguía igual de fea, de maloliente y de gris, pero ahora tenía otra función, traernos el bus que nos llevaba a La Cumbre.
Subimos a un bus que se caía a trozos y tras dos horas de viaje, encontramos La Cumbre.
Un pueblo pequeño, boscoso pero no selvático, sin un solo negro afrodescendiente y con poco encanto, el que nada más llegar una vía oxidada te recibía recordándote que algún día un gran tren de mercancías viajaba hasta ese lugar.
Nos acercamos a la zona de las brujitas y varios señores nos ofrecieron el servicio de llevarnos hasta unas cascadas.
Acudimos al más viejo de todos ellos, un señor de piel curtida, ojos hundidos, tan moreno que era incluso de color marrón caca, sonrisa de pocos y verdes dientes que secaba con un pañuelo rojo que también le servía para hacer señas a los turistas, muy delgado y lo más divertido de todo, hablaba tan rápido y tan desordenado que no le entendías ni papa.
Intentamos regatear con él, pero al ver que no nos entendíamos nos llevó a una carpita donde una señora gorda nos vendió el “tikete” de la brujita a precio cerrado 15.000.
Nos fuimos hacia la vía nerviosas con nuestro tikete en la mano, con ganas de cumplir nuestro sueño.
El conductor, el señor Leonel, se acercó con la brujita sobre la espalda, solo se asomaba su gorra blanca bajo las maderas y rápidamente colocó el artilugio sobre las vías.
Yo le pregunté por la moto, lo había visto en youtube, y sabía que atrás iba la moto, y el señor Leonel me dijo algo que no pude comprender y empezó a alejar la brujita del tumulto de compañeros de conducción.
Volví a preguntarle por la moto y me dijo “ Aquí está la moto” dándose golpes en las piernillas de alambre que tenía.
Nuestra brujita de La Cumbre no era motorizada, era manual, nuesta moto era el propio señor Leonel que poco a poco iba cogiendo velocidad sobre las vías.
Durante el camino nos cruzamos con gallinas, perros, cientos de mariposas de colores, paisanos y hasta nos chocamos con una vaca que Diana tuvo que apartar con las piernas para no comer ternera fresca.
Cada cierto tiempo nos cruzábamos con otras brujitas en sentido contrario, que por respeto al Señor Leonel se apartaban de la vía levantándola con ayuda de nuestro gentil Leonel que nos obligaba a poner el pie sobre el raíl para que no siguiéramos vía abajo sin él mientras cargaba a los que venían contra vía.
Cuando llegamos al final del camino contratado, en medio de ninguna parte, decidí hacerle interrogatorio a Leonel. Tenía 78 años, 48 cargando brujitas en La Cumbre, 6 hijos y 10 nietos.
Su vida eran las vías del tren que nunca vio circular y su segadora.
Un hombre de naturaleza, del viento y de la tranquilidad… y del chico (que intuí que era su hijo o su nieto).
Ente confesiones de desplazados por el trabajo, Leonel me pidió un euro, porque nunca había visto ninguno, y eso me dijo muy serio, tenía que pesar mucho, porque están muy caros. No tenía, se desilusionó.
Me preguntó que si tenía esposo, y el por qué de no tener hijos.
Me aconsejó que tuviera muchos, que los hijos eran muy buenos para el campo. (Entendí que era para ayudar en el campo). Y tras un silencio mientras observábamos mariposas bajo la sombra de un árbol, Leonel me aconsejó con preocupación que practicara mucho, que era también muy bueno. A mi me dio la risa, a él también y en ese momento, como la mitad de los colombianos empezó a hablarme de la importancia de Dios y de ser buena persona, porque según él, y al oir esto me desconcerté porque no venía a cuento, “Dios ama y perdona hasta a los sicarios pa que les salgan bien los encarguitos”. ¡Toma ya!
Todo esto lo contaba en su idioma medio balbuceado, con sus cuatro dientes verdes, posiblemente de mascar coca, mientras limpiaba su saliva cada dos por tres con su trapo rojo.
Le pedí una foto y me dijo que no me agarraba para la foto porque luego venían los problemas con el esposo, así que así quedamos, en la foto, sonrientes y felices de haber conocido una historia diferente, de escuchar una vida antagónica.
Tras unos minutos de charla, a la que se unieron mis amigas, se decidió por Diana, que no tenía novio y era la más hermosa.
Así que a la vuelta, cuando nos cruzamos con una brujita, en vez de ir a ayudar para que se quitara la otra, se quedó parado y mientras el conductor de la otra se acercaba para ayudarnos a despejar la vía, Leonel orgulloso nos presentó a su hijo, que para nada tenía la luz brillante de los ojos de su padre y que lo único amigable que tenía era el escudo del Madrid de su camiseta falsa y ajustada que marcaba una gran tripota cervecera y que ni sonrió para nosotras.
Al terminar el recorrido nos despedimos con un apretón de manos de Leonel, nos dio su teléfono por si acaso regresábamos y en ese momento, nos dimos cuenta que una vez más que en cada esquina, en cada plan b y desilusión de nuestras experiencias de lucha colombiana, hay, siempre una aventura única.
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