martes, 17 de mayo de 2016

Andrés Carne de Res

Este fin de semana no he ido a ningún sitio.

Este fin de semana he sido una bogotana más, con la diferencia del acento y que albergaba en mi casa a mi segunda visita oficial, a un amigo de Caminos que está haciendo un túnel en Medellín y que venía con todos los de su oficina a disfrutar de la capital colombiana.

Cuando no viene de visita dos días a Bogotá y es fin de semana, el frío y los atascos solo te permiten hacer tres cosas: Un poquito de turismo, salir por la noche e ir a restaurantes.

Y eso es lo que hacen no solo los visitantes, sino todos los colombianos que no se quedan en sus casas los lluviosos y otoñales sábados y domingos de Bogotá.

Bogotá es la cuna de los buenos restaurantes (entiéndase por buenos, mejores que los de otras ciudades de Colombia, pero no buenos como en España) y tiene una oferta enorme de sitios donde salir por la noche de miércoles a domingo.

Porque el colombiano, siempre lo digo, es una persona que sabe cómo divertirse y le encaaanta la fiesta.

Las discotecas, como os podéis imaginar, son una representación de los estratos…

Hay discotecas para bajos estratos (a las que los extranjeros no se nos ocurre ir por lo general), para estratos normales (que suelen estar en el centro histórico y hay que andarse con ojo a la salida para salir de la zona de manera efectiva), estratos altísimos (con servicio de taxis propios y seguros) y para estratosféricos…

Pues bien, entre las estratosféricas hay un restaurante- rumbeadero famoso en el mundo entero (y rima) que es el Andrés Carne de Res.

He ido cuatro veces y las cuatro he salido alucinando de lo divertido que es .Éste fin de semana, con Cuco en casa, era visita obligada.

Andrés Carne de Res, es un restaurante situado en Chía (que es como las Rozas de Madrid) con  capacidad de hasta tres mil comensales diarios (en fines de semana suele estar completamente lleno), seis mil metros cuadrados de extensión (55.000 si se tiene en cuanta el área de parking y servicios auxiliares), 120 empleados en cocina (800 empleados en total) y todos ellos guapos, modernos y bilingües.

Como todos los buenos negocios de Colombia, Andrés (el dueño) es paisa, y desde 1982 no para de hacer dinero y más dinero gracias a la experiencia que ofrece en su restaurante basada en comer carne de vaca excelente, beber muuucho ron y cerveza y poner la mejor música para bailar de todo Colombia.

El Andrés es un paraíso de lo absurdo y el color.

En la puerta hay cientos de vacas de cartón piedra patrocinadas por diferentes marcas iluminadas con luces de neón que te dan la bienvenida y te conducen a una rulot (las taquillas) hecha de tapas de sartén de metal, en la que (a un lado) una pareja disfrazada de mejicanos te ofrece fresas, limas, moras y tequila mientras cantan desafinando rancheras y se parten de risa con su propio ridículo.

Una vez pagas, entras en un pasillo, en el que suele haber tres chicas guapísimas y un par de señores bajitos (enanos) bajo un cartel que reza algo así como  “Bienvenido a Andrés Carne De Res, donde sabe como entra pero nunca cómo va a salir” que te acomodan en tu mesa siempre con una sonrisa e incluso bailando.

Para ir al Andrés obligatorio reservar, porque se llena de extranjeros y personas que lo único que quieren es disfrutar… El sábado pasado éramos 2.600 personas disfrutando de tan diferente lugar…

La decoración (toda hecha a mano por Andrés y su familia) es completamente surrealista haciendo guiños a iconos colombianos… piernas de maniquí colgadas del techo, lámparas de araña en las que las bombillas están metidas en vasos de batidora de los colores de la bandera, corazones, mariposas, Divinos Niños con la Cara de Andrés, Santas Martas con cara de Madonna, banderas de Colombia hechas de chapas de cervezas,  carteles que se encienden en diferentes tonos cálidos con mensajes como “Aquí no hay wifi hablen entre ustedes” , “Si te perdiste puedes quedar  aquí pero en la pista de baile podrás encontrar más amigos”,  “Sitio casi lleno con dificultad para amar y bailar, usted decide si quiere entrar” “No fume, mejor ame”…

Las mesas de madera maciza, con un corazón iluminado encima en el que se lee el nombre de cada una, para que la vuelvas a encontrar en caso de pérdida y poco más.

Nada especial en las sillas o los platos… Pero en cuestión de minutos, una vez te han tomado nota dos chicos de rastas guapísimos, la mesa se llena de parrillas para hacer carne a la brasa y de bebidas.

Eso también, a Andrés no se va solo a cenar, se va a  beber cualquier cosa que por supuesto será King size (recordemos que el colombiano es disfrutón y le gusta comer y beber hasta reventar), así que si se te ocurre pedir un mojito (por ejemplo), el contenido de tu vaso (que suele ser un coco enorme pintado de colorines) rondará el medio litro de contenido…

En Andrés no hay drogas, ni borrachos tirados por las esquinas, ni siquiera cristales en el suelo y mucho menos broncas ya que hay taaanta gente vigilando y cuidando de que lo pases bien que se encargan de controlarlo todo.
Todos llevan su nombre bordado con el distintivo de Movistar en sus delantales o vaqueros y están obligados a atender con alegría, rapidez y buen rollito…

Mientras cenas, de mesa en mesa, un grupo de músicos disfrazados se acerca a tu mesa, charla contigo y mientras le ponen una banda (a lo Miss) con la bandera de Colombia a cada uno de los comensales, te tiran confeti con forma de estrella o mariposa y te tocan una canción cortita y alegre a trompeta y maracas…

Cuando terminas de cenar, sin saber cómo, estás encima de tu silla bailando, o pegando botes en una de las 5 pistas de baile o vaya usted a saber, el caso es que al terminar de comer, no sin antes haber pagado tu parte del menú que es un ojo de la cara, estás feliz bailando al son del ritmo sabrosón…

En ese momento, cuando ya estás metido en ambiente y algo más pobre,  llegan fotógrafos que te hacen una foto con todo tu grupito (en la que sorprendentemente siempre sales guapísimo) y te la venden en ese momento, porque es preciosa, y te lo estás pasando tan bien que en ese instante crees que sería horrible que esa noche no pasara a la posteridad en una foto en la nevera de tu casa.

En Andrés todo se paga sin darte cuenta…

Con tu foto en el ropero (que también has pagado a precio Madrileño) y tu precioso collar para que no pierdas tu ficha del ropero colgado al cuello junto con tu banda de bandera de colombia, en un ladito de una de las pistas de baile, hay una señora que pinta la cara, como en los cumples de los niños pero para mayores.

La señora (también simpatiquísima) no cobra, solo pide “la voluntad”  por pintarte la cara con dulzura y pincel… Creerme que cuando me vi el sábado pintada de gata, taaan guapa, tan gata y tan divertida .

¡Tuve una voluntad enorme!

A las 03.00 (sin darte cuenta de que llegas a esa hora) Andrés cierra. Poco a poco va echando a todo el mundo a la acera de enfrente de la calle donde hay puestos de caldito de pollo, agua, cocacolas frías, perritos calientes y hamburguesas, también “marca” Andrés Carne de Res.

Allí, tras los baños limpios y sin colas del parking perfectamente iluminado y señalizado, se espera a los coches y las vans que llevan a cientos de personas hacia Bogotá.

Pero quien ha bebido, tiene la posibilidad de contratar el servicio de “Conductor Elegido o Ángel de la Noche”.
El “Ángel de la noche”, es para mí el mejor servicio de Andrés y por lo que me quito el sombrero ante el señor Andrés Jaramillo (dueño y fundador) y su manera de estar en todo.

En esa “placita de comidas” , quien lo requiera ( y también a quien se lo sugieren los cientos de camareros, seguratas y demás trabajadores de Andrés), se encontrará con un hombre (hay 400 conductores elegidos) al que le dará las llaves de su coche y le llevará hasta la puerta de su casa y le aparcará su coche.
Al conductor elegido, una vez deje a sus pasajeros en casa, le recogerá un minibús del propio Andrés que le devolverá a Chía para hacer más servicios.

¡¡Una verdadera gozada!!

 Total, que el sábado Cuco, sus compañeros del trabajo y yo fuimos a Andrés.

Decidí beberme solo un mojito, no quería emborracharme así porque si, quería ver el Andrés para podéroslo contar con pelos y señales y os digo que sin mucho alcohol Andrés, sigue molando igual o más que borracho perdido… Tiene una magia que envuelve y hace que disfrutes como una enana!

Llegamos a las 05.00 am, con la cara pintada de gatos y otros felinos y cantando canciones de reguetón mientras el Angel de la 
Noche nos dejaba en la puerta de mi casa y esperaba a que entráramos en el portal.

El domingo fue día de agujetas en las piernas de tanto bailar y en la cara de tanto reír.
Tuvimos que salir a cenar, a un gallego, tortillita de betanzos, empanada de atún y salpicón. Como debe ser!!!

martes, 10 de mayo de 2016

Reyes de Playa Cinto.

El día que dejé a Pablo en el aeropuerto, como era fin de semana y era puente… Me fui de nuevo a Santa Marta, no quería quedarme solita en casa y menos si había un día más de descanso.

Mis amigos de siempre (Moni, Diana, Jonan, Jorge…) estaban en Santo Domingo, con una oferta de Avianca, así que me fui con Haizea y Lucía (Vasca y Alicantina muy sipáticas) a plan “vuelta y vuelta” para descansar y ponernos morenas.

Lucía, que lleva dos años en Colombia, nos dijo que teníamos que ir a Playa “Cinto”, que le habían dicho que era muy bonita rollo caribe.
Así que Haizea y yo no lo dudamos y el segundo día de estar allí, madrugamos, compramos pan bimbo, agua y jamón york,  cogimos un taxi para que nos llevara a Taganga y una vez allí regateamos con la coopertativa de “lancheros” para que uno de ellos nos llevara y  pasara todo el día con nosotras en Cinto.

Cinto, es una playa que no entra en la cabeza del colombiano medio… 
El colombiano de a pie va a la playa con toda la familia, la familia del vecino y la familia del vecino de más allá.
Se bañan con camiseta de tirantes, se bebe cientos de cervezas, se ríe y habla a gritos, se lleva un transistor con reguetón para animar el ambiente, lo de limpiar su basura… no lo lleva muy bien, y se hace selfies tooodo el rato a lo Ana Obregón en su presentación de verano.

Así que cuando llegamos a Taganga, nos costó bastante convencer al lanchero de que sólo queríamos ir a Playa Cinto… Sin parar a comer en los chiringuitos de Taganga, ni los de Playa Cristal ni ninguna otra, solo queríamos playa Cinto a no ver a nadie...

Al ver que iba a aburrirse como una ostra, ya que aún eran las 09.00 de la mañana y prometíamos día entero de playa desierta,  el lanchero montó a su mujer (una negra guapísima con cara de niña) y su hijo David en nuestra lancha y arrancó para paya Cinto...

David tendría como diez años, y ayudaba a su padre a tirar el ancla, levantarla, y avisarle si había rocas cuando íbamos muy rápido en la lancha para no chocarnos con ellas. El tío aguantaba el equilibrio en la barca como si tuviera ventosas en los pies y se movía de un lado dando brincos como en el salón de su casa.

Las lanchas de la costa caribe colombiana, van con gasoil venezolano, que es de contrabando y por lo tanto es más barato, y según ellos es más “explosivo”.

Así que nuestra “Niña Paula” (así se llamaba el barco) iba enchufada con ésta gasolina.  Rapidísimo volando sobre las olas dando unos botes enormes con David en la proa, su padre en la popa llevando el motor y nosotras agarradas a los asientos con los chalecos salvavidas puesto, las uñas de los pies intentando agarrarse al suelo y los ojos muy abiertos de la velocidad…

Boing, (ola) boing (ola) , boing (ola), a veces volábamos tanto que el motor se paraba en el aire porque no tocábamos el agua… fuimos rapidísimo… y a nuestro lado, de vez en cuando, como echando carreras a “La Niña Paula” saltaban peces voladores azules y amarillos acompañándonos en nuestros saltos de ola en ola… ¡Era precioso!

El caso, es que a los 40 minutos de botes, llegamos a playa Cinto…

Playa Cinto es tal y como os la imagináis… Un kilómetro de golfo de arena blanca con palmeras, algún manglar que otro, vegetación verde adentrándose en el mar calmado y cristalino en algunas zonas y el más absoluto silencio…
La playa era única y exclusivamente para nosotras, el lanchero, su hijo y su mujer.

Ellos se quedaron en una esquinita, a la sombra de un arbolito en el que ataron a “La Niña Paula” y nosotras a 100 metros de ellos debajo de un árbol donde dejamos nuestros sanwiches enganchaditos en una rama alta para evitar que se los comieran las hormigas, nos quitamos la ropa y nos fuimos al agua directas con las gafas de bucear para ver los corales, las mantas rallas y los pececitos…

Cuando llevábamos 3 minutos en el agua, de repente Lucía sacó la cabeza del agua y señalando a la playa gritó, ¡Mirar no estamos solas!

De los árboles aparecieron dos animalillos a cuatro patas andando ligeros y divertidos hacia nuestras cosas. 

Eran un perro negro delgadito de esos que mueven el rabo y se les mueve todo el culete y ¿A qué no sabéis qué? ¡Un cerdo-jabalí rarísimo!

Los dos iban juntos, eran claramente muy amigos, de vez en cuando se mordían las patas, salían corriendo uno detrás de otro, se rebozaban en la arena, excavaban en la arena para refrescarse, saltaban (bueno, saltaba el perro, porque el cerdito tenía las patas cortas y era gordote y no podía) … pero todo eso acercándose hacia nosotras… ¡Eran los reyes de Cinto y venían a saludarnos!

Increíble, en el medio de la nada, en una playa donde para llegar debes caminar horas y horas o bien ir en lancha, un perro y un jabalí, venían a saludarnos como si fuéramos sus invitadas…

Al ver que no salíamos del agua a saludar, el perro y el jabalí se fueron a saludar al lanchero y su familia. A David (el hijo del lanchero) se le iluminaron los ojos cuando vio que el perro le daba saltitos para jugar ¡En la playa desierta había encontrado un amigo! y se puso a correr con el perro de un lado a otro sin hacer demasiado caso al jabalí…

Así que el jabalí aburrido, al ver que su compañero estaba con el niño, se fue andando hacia nuestras toallas… y claro, nosotras tuvimos que salir a saludar.

El jabalí, sorprendentemente, en vez de huir al vernos como locas saliendo a por los móviles para hacerle una foto, vino a saludarnos y nos pidió que le acariciáramos juntándonos el lomo con unos pelos gordotes a nuestras piernas… 

El tío claramente sabía lo que eran los humanos y sabía que a las turistas nos iba a hacer mucha gracia tenerle cerca.

Fue en ese momento, mirando hacia la selva frondosa, con un cerdo tumbado al lado de mi toalla plácidamente pidiendo mimitos, cuando me di cuenta, que tal vez, muy cerca o muy lejos, habría una tribu de indios Koguis viviendo entre las palmeras, árboles y lianas que cerraban  a nosotras desde la playa no nos dejaban ver las montañas del Parque Nacional de Santa Marta… y el perro y el jabalí eran sus mascotas... 

A lo mejor, habría algún indio alucinando mirándonos entre los arboles sin que nosotras lo supiéramos, el caso es que el perro y el jabalí, dejando el anonimato de sus dueños a un lado, estaban encantados con la visita de unas turistas , un lanchero y su familia.

A los diez minutos de hacerles fotos y demás, el perro y el jabalí ya no eran novedad, así que nos tiramos en la toalla y al estar tan cansadas de tanto “bote en el bote” nos quedamos dormidas en el sol y sombra de una palmera…

No se cuánto tiempo pasó mientras dormíamos, quizás media hora, quizás más… el caso es que de repente, entre sueños, escuché ruidos de cerdo (como oing oing) mezclado con ruidos de plástico y me desperté…

Miré el hueco enorme que el cerdito había hecho delante de las toallas para dormir la siesta y allí no estaba el cerdito… Así que miré para detrás, hacia el árbol donde habíamos colgado nuestra mochila y nuestra bolsa de la comida y….

Allí estaba él, con la bolsa de la comida destrozada degustando un fabuloso pan bimbo con plástico en el que sale James Rodriguez patrocinando el producto encantado…

Me levanté de un brinco, corrí hacia él para asustarle y alejarle de nuestra comida pero ni se inmutó, le empujé por detrás, le di un chanclazo flojito, intenté tirar de lo poco que quedaba del jamón york… pero el tío estaba encantado… 

Comiéndose toda la comida que habíamos llevado para pasar el día en la playa en la que no había nada más que arena, palmeras y mar.

Haizea , con los ruidos se despertó y empezó a gritar, ¡El cerdo! ¡Quítaselo! ¡Que nos está dejando sin comida! eso debió de molestarle más al ladrón del jabalí y al escuchar el agudo de la voz de mi amiga, se alejó de nosotras hacia la frondosa selva con el plástico de cuadritos blancos y azules lleno de rebanadas destrozadas entre los colmillos…

El tío solo nos dejó dos manzanas, dos manzanas intactas, para comer durante todo el día.

Dos manzanas para tres… Y mucho agua, eso si…

A las 13.30, empezó a entrarnos el hambre, y a las 14.30, muy a nuestro pesar, mientras nuestras tripas sonaban y retumbaban confundiéndose con una tormenta que se acercaba lentamente hacia nosotras, estábamos diciéndole al lanchero que si nos llevaba a Playa Cristal (donde estaba medio Colombia) para comer algo y empezar el camino de vuelta…

A los veinte minutos ya estábamos en  una esquinita de una playa plagada de gente,  a ritmo de reagueton, con un ceviche de camarón (yo no porque estaba malita de la tripa y me dejaron tomarme una de las dos manzanas) , una cerveza Águila en la mano de cada una de mis compañeras,  negándonos a masajes, pulseras y otros enseres que nos ofrecían vendedores ambulantes que sorteaban a niños y señoras haciéndose fotos en la orilla de playa Cristal…


No tardó en empezar a llover… primero gotitas y luego chaparrón, así que rápidamente David vino a buscarnos y sin pensárnoslo dos veces nos volvimos a subir a “La Niña Paula” camino a la verdadera pseudo-civilización.


PD: Dedicado a mis sobris y primos que entenderán a la perfección lo fantástico que es encontrarse un jabalí en una playa de piratas, indios  y náufragos

lunes, 2 de mayo de 2016

Pájara en Tayrona

Acabamos de llegar de Santa Marta, renovadísimos por dentro y renovadísimos por fuera. Morenos y felices, tan gordos como hace cinco días y más en paz que hace 48 horas.

Y digo 48 horas, porque durante mi visita al parque Tayrona… He vuelto a nacer.

Bueno, no sé si he vuelto a nacer, pero el caso es que casi me muero…
No se si recordaréis que el año pasado, en mi cumpleaños, os escribí un mail en el que hablaba que el paraíso si que existía y que se llamaba Parque Tayrona.

Pues a Pablo se le quedó grabado, y éste año, con el afán de compartir todo lo bueno con él, organicé un fin de semana idílico en el Parque Natural de Tayrona con sus tres días y dos noches durmiendo en hamaca como lo hacen los indígenas Koguis pero con mosquiteras, crema para el sol,  Relec anti mosquitos y miedo a los habitantes de la noche…
Todo cuadrado, primera noche dormíamos en Santa Marta para ir nada más despertarse a la calle 11 con 11 coger una buseta y llegar prontito al Parque Tayrona para enfrentarnos a la caminata que lleva hasta la zona de playas y hamacas.

Era sencillo.

El caso es que, con el objetivo de que todo saliera perfecto, encontré un hotel con una puntuación de 9,4 en booking que además, era baratillo y muy bien situado…

Así que en vez de madrugar al alba, como a mí me sonaba que teníamos que hacer, remoloneamos hasta las 07.54 de la mañana, desayunamos como reyes, nos echamos una charlilla con la de recepción y a las 09.30 o así salíamos hacia la buseta.

El camino desde la calle dos a la once, que era donde estaba el solar de donde salían los buses de línea, cruzaba el mercadillo de Santa Marta, lleno de puestos, de carpas negras que quitaban el sol, música, gritos, perros y gatos despeluchados en busca de cualquier cosa que comer y de señores vendiendo jugos y palas (helados) por todas partes. El sol picaba bastante, y nuestros cuerpos de guiris, empezaban a notar las altas temperaturas del “Alto Magdalena”.
 
Cuando llegamos al bus ya habíamos terminado nuestra botellita de agua y en la misma parada compramos otras dos, para el camino que nos esperaba en Tayrona…

Durante la hora que duraba el trayecto de buseta, se pudieron subir unos 15 vendedores (sin que parara el bus, suben y bajan en marcha enlazando diferentes buses, ¡mola!) y compramos unas 4 bolsas de agua para rellenar nuestras botellitas, porque la brisa que entraba por las ventanas, era más bien templadilla y no sofocaba el calor que sentíamos…

Llegamos a Tayrona a las 11.45 de la mañana, de la mañana soleada, con un 90% de humedad ambiental, y aun nos quedaba la caminata por delante.

Había advertido a Pablo, que me daría igual como se pusiera, pero que mi macuto, a pesar de que él tuviera alergia a los caballos, me lo iban a llevar los caballos del parque, que yo quería disfrutar del paseíto, quería ir libre cual gacela…
Así que nada más llegar, dejamos mi mochila en las cuadras de los porteadores, nos echamos crema y comenzamos a andar bajo la frondosa sabana del Tayrona.

Haciendo fotitos, descubriendo lagartos de azules y verdes fluorescentes, buscando monos trepadores, contando raíces de árboles… Todo muy “happy flower”, Pablo con su pañuelo en la cabeza y su mochila  y yo con mi botellita de agua, mi pasaporte en el bolsillo y una bolsita de agua en la mano.

Pasados 15 minutos, empezó la subidita, que con el calor que ya teníamos pues, se notaba algo más de lo normal… Decidí abrir la bolsita de agua y bebérmela mientras subíamos. Metro a metro, la vegetación cada vez era más escasa, dejando paso a rocas enormes que brillaban bajo el cálido Lorenzo.

A la media hora, el sol, que ya estaba en lo alto del cielo, empezó a notarse de verdad, (eso más la humedad), incidiendo en línea recta en nuestras cabezotas y  convirtiéndose en el tema recurrente que rompía mis silencios mientras andábamos… “Puto sol”, “me cago en el sol del Caribe”, “Cómo quema el Lorenzo”,  “ Me cago en la puta que calor” y otros improperios… ya sabéis que nunca he sido muy fina, pero eso es todo lo que pude decir durante los siguientes veinte minutos de subida…

Al llegar arriba, fue cuando me di cuenta que algo no estaba bien, empezó a repetírseme el desayuno, la piña o la sandía, no lo tengo claro, pero estaba tan harta y cansada, que en el mirador, donde sorprendentemente había un gordo enorme y un señor que vendía helados, le dije a Pablo que pasaba de parar, que yo quería llegar.

Sentía que no me apetecía tener que hablar con los señores de enfrente y contarles cómo habíamos llegado allí. No quería ni hablarles del calor… y no quería beber más agua porque empezaba a tener ganas de vomitar el desayuno…

Así que Pablo, obediente, siguió andando, y empezamos a bajar saltando piedras y escalones.

Unos cuatro minutos después, tras una roca redonda y enorme, por fin, vimos el mar Caribe: azul, inmenso, tranquilo y rodeado de palmeras. Ahí estaba el paraíso.

Fue en ese momento, cuando con mi enfado del calor, se me taponaron los oídos, no le di mucha importancia, pero el caso es que dejé de oír bien y deje de entender a Pablo…

Bueno, tengo que reconocer que a Pablo y a mi amiga Paloma yo les entiendo la mitad. Hablan muy bajito y como buenos madrileños pronuncian poco. Yo intuyo, asiento y sonrío, pero en ese momento, debido a las circunstancias,  no sonreía ni intuía, simplemente andaba hacia el sitio de las hamacas que debía estar a unos cuatro kilómetros…

Recapitulemos: Estamos bajando, vemos el mar, quedan cuatro kilómetros, tengo ganas de vomitar, estoy muy enfadada, el sol “en to lo alto”, más de 35 grados, 90% de humedad y he dejado de oír…

Cuando llegamos abajo, antes de adentrarnos de nuevo en el bosque para recorrer los últimos tres kilómetros, tuvimos que andar unos quinientos metros por la arena de la playa.

De esos quinientos metros recuerdo el puto sol, que no había sombras, la arena blanca sobre mis zapatillas, sobre las rocas, sobre todo lo que miraba, mirara a donde mirara veía arenilla, o puntitos….no lo tenía claro… Intuí que Pablo me pidió que bebiera agua, obedecí y seguí andando hacia los árboles…

“Parece que te has hecho pis” me dijo Pablo mientras miraba mi pantalón y mi camiseta llenas de sudor… Como comprenderéis no me hizo ni pizca de gracia, pero como estaba que no estaba y encima mi enfado se centraba en el sol, ni respondí… Seguí zombi andando hacia la sombra…

Y fue ahí, ya bajo los árboles, empapada en sudor, en la sombra,  cuando deje de ver en color para ver en “escala de grises” y bajito mientras me sentaba en una raíz de un árbol inmenso le dije a Pablo que no podía más.

Me senté, perdí la noción del tiempo, empecé a ver como las hormigas, la arena o lo que fuera se diluían frente a mí y me acordé de mi madre, del Pico del Fraile que una navidad me hizo subir y acabé echando la pota. Me acordé de mi enfado en Ordesa con Pablo cuando con un metro de nieve le dije que no seguía. Me acordé de mi sobrino Yago que se hizo una vía Ferrata y en un video sale con cara de canguele pero entero y me acordé de mi amiga Sara cuando se desmalló dos veces en menos de dos metros en plena playa de Torrevieja y fue la atracción del momento... Solo quería llorar…

De repente, entre recuerdos, escuché a Pablo , que con voz de esa que pone que me gusta mucho, me dijo que me iba a echar agua en la cabeza, que me había dado mucho el sol…

¡Mano de santo oiga!

El agua templadita de su botella corriendo por mi cogote que miraba hacia el suelo casi entre mis rodillas, me despertó de mis recuerdos de muerte mortífera y me hizo de nuevo sentirme afortunadísima de poder estar ahí, a puntito de llegar al Paraíso, de que hacía sol y no llovía, de lo bonito que era Tayrona, el Caribe  y lo más importante, me recordó que estaba Pablo ahí para echarme agua y salvarme.

Mi salvador, e ídolo en ese momento, no me dejó levantarme hasta que me terminara el agua ya casi caliente de mi botella, me dio un beso en la mejilla y a los tres minutillos me ayudó a levantarme.

Llegamos  a nuestro destino diez minutos después y tras dejar todo, encontrar mi macuto que olía a caballo, volvernos a echar crema, comer en un chiringuito a pie de playa pescado recién salido del mar, nadar, tomar el sol y bucear con las gafas de piscina de dudosa procedencia que Amaia nos regaló; con un dolor de cabeza horroroso, me quedé dormida en la arena blanca, bajo una palmera, de la mano de Pablo escuchando el sonido del mar…

Como podéis daros cuenta, en éste último párrafo, en ningún lado encontraréis que nos echáramos repelente anti mosquitos… Pues bien, tras la siesta, cuando caía el sol, con el mismo dolor de cabeza horroroso que no me dejaba pensar, cientos de mosquitos y arañas habían plagado mis pies y mis pantorrillas  de picaduras. (A Pablo le picaron solo dos)  Ahora solo pienso en que ninguna de esas picaduras tenga Zica, Chicunguña o Dengue… Pero en ese momento, solo pensaba en poder comprar una botella de agua y poder tomarme una pastilla para mi gran dolor de cabeza y seguir disfrutando del paraíso con un tercio de mi equipo P.


Moraleja: El paraíso… tiene sus cosillas jodidas también…jejeje